lunes, 4 de abril de 2011
Nietzsche y San Pablo, Lawrence y Juan de Patmos (Gilles Deleuze)
No es el mismo, no puede ser el mismo... Lawrence irrumpe en la discusión erudita de quienes se preguntan si el Juan que escribió un evangelio y el Apocalipsis es el mismo.26 Lawrence interviene con argumentos muy pasionales, tanto más fuertes cuanto que implican un método de evaluación, una tipología: el mismo tipo de hombre no ha podido escribir evangelio y apocalipsis. Nada importa que cada uno de los textos sea en sí mismo complejo, o incluya elementos múltiples, y reúna tantas cosas diferentes. No se trata de dos individuos, de dos autores, sino de dos tipos de hombre, o de dos regiones del alma, de dos conjuntos del todo diferentes. El Evangelio es aristocrático, individual, suave, amoroso, decadente, bastante culto incluso. El Apocalipsis es colectivo, popular, inculto, rencoroso y salvaje. Habría que explicar cada uno de estos términos para evitar los contrasentidos. Pero ahora ya el evangelista y el apocalipsista no pueden ser el mismo. Juan de Patmos ni siquiera adopta la máscara del evangelista, ni la de Cristo, inventa otra, fabrica otra que, en nuestra opinión, desenmascara a Cristo, o bien se superpone a la de Cristo. Juan [56] de Patmos trabaja en el terror yla muerte cósmicos, mientras que el Evangelio y Cristo trabajan el amor humano, espiritual. Cristo inventaba una religión de amor (una práctica, una forma de vivir y no una creencia), el Apocalipsis aporta una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de juzgar. En vez del don de Cristo, una deuda infinita.
Es obvio que vale más leer el texto de Lawrence después de haber leído o releído el texto del Apocalipsis. Se comprende de golpe la actualidad del Apocalipsis, y la de Lawrence que la denuncia. Esta actualidad no consiste en correspondencias históricas del tipo Nerón = Hitler = Anticristo. Tampoco en el sentimiento suprahistórico de los fines del mundo y de los milenaristas, con su pánico atómico, económico, ecológico y de ciencia ficción. Si estamos inmersos en pleno Apocalipsis es más bien porque éste inspira en cada uno de nosotros formas de vivir, de sobrevivir y de juzgar. Es el libro de cada uno de los que se creen supervivientes. Es el libro de los zombis.
Lawrence está muy cerca de Nietzsche. Cabe suponer que Lawrence no habría escrito su texto sin el Anticristo de Nietzsche. El propio Nietzsche no era el primero. Ni siquiera lo era Spinoza. Bastantes «visionarios» han opuesto a Cristo como persona amorosa y el cristianismo como empresa mortuoria. No tratan a Cristo con una complacencia exagerada, pero experimentan la necesidad de no confundirlo con el cristianismo. En Nietzsche, se trata de la gran oposición entre Cristo y San Pablo: Cristo, el más suave, el más amoroso de los decadentes, una especie de Buda que nos liberaría de la dominación de los sacerdotes, y de toda idea de culpa, castigo, recompensa, juicio, muerte, y lo que viene después de la muerte; este hombre de la buena nueva fue sobrepasado por el negro y tenebroso San Pablo, manteniendo a Cristo en la cruz, devolviéndolo a ella sin cesar, haciéndolo resucitar, desplazando todo el centro de gravedad hacia la vida eterna, inventando un nuevo tipo de sacerdote más terrible aún que los anteriores, «su técnica de tiranía sacerdotal, su técnica de aglomeración: la creencia en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio».
Lawrence recupera la oposición, pero en este caso se trata de la de Cristo con el rojo y sangriento Juan de Patmos, el autor del Apocalipsis. Libro mortal de Lawrence puesto que antecede por poco a su roja muerte hemotísica, como el Anticristo, el desmoronamiento de Nietzsche. Antes de morir, un último «mensaje de alegría», una última buena nueva. No se trata de un Lawrence que habría imitado a Nietzsche. Más bien recoge una flecha, la de Nietzsche, y la dispara hacia otro lugar, tensada de otra manera, hacia otro cometa, a otro público: «La naturaleza dispara al filósofo entre la humanidad como una flecha; no apunta, pero espera que la flecha quede colgada en algún sitio.»27 Lawrence prueba de nuevo lo que intentó Nietzsche tomando a Juan Patmos y no ya a San Juan como blanco. Muchas cosas cambian, o se completan, de un intento a otro, e incluso lo que es común a ambos redunda en fuerza, en novedad. La empresa de Cristo es individual. El individuo no se opone tanto a la colectividad en sí; individual y colectivo se oponen en cada uno de nosotros como dos partes diferentes del alma. Pero Cristo apenas se dirige a lo colectivo que hay dentro de nosotros. Su problema «consistía más bien en deshacer el sistema colectivo del sacerdocio–Antiguo Testamento, del sacerdocio judío y a su poder, pero sólo para liberar de esta ganga inútil al alma individual. En cuanto al César, le dejaría su parte. En este sentido es aristocrático. Pensaba que una cultura del alma individual bastaría para alejar a los monstruos ocultos en el alma colectiva. Error político. Dejaba que nos las compusiéramos con el alma colectiva, con el César, fuera de nosotros y dentro de nosotros, con el Poder, fuera de nosotros y dentro de nosotros. Al respecto, nunca dejó de defraudar a sus apóstoles y a sus discípulos. Cabe incluso pensar que lo hizo deliberadamente. No quería un maestro, ni ayudar a sus discípulos (sólo amarlos, decía, ¿pero que ocultaba con ello?». «Nunca se mezcló con ellos de verdad, ni siquiera trabajó ni actuó con ellos. Estuvo solo siempre. Los intrigó de forma suprema, y, en una parte de ellos mismos, los dejó en la estacada. Rechazó ser su poderoso jefe físico: la necesidad de rendir tributo, interno a un hombre como Judas, se sintió traicionada, con lo que traicionó a su vez. Los apóstoles y discípulos se lo hicieron pagar a Cristo: negación, traición, falsificación, trucaje desvergonzado de la Nueva. Lawrence dice que el personaje principal del cristianismo es Judas. Y luego Juan de Patmos, y luego San Pablo. Lo que esgrimen es la protesta del alma colectiva, la parte despreciada por Cristo. Lo que el Apocalipsis esgrime es la reivindicación de los «pobres» o los «débiles», pues no son lo que se piensa, no son los humildes o los desdichados, sino esos hombres más que temibles que no tienen más alma que la colectiva. Entre las páginas más hermosas de Lawrence están las de la Oveja: Juan de Patmos anuncia el león de Judea, pero es una oveja lo que llega, una oveja cornuda que ruge como un león, que se ha vuelto singular- «¿No os dais cuenta de que lo que adoráis en realidad es el principio de Judas? Judas es el héroe de verdad, sin Judas el drama sería un fracaso...
Cuando la gente dice Cristo, quiere decir Judas. Le encuentra un sabor gustoso, y es que Jesús es pariente suyo...» (pág. 94) (Obras completas, Seix Barral, 1987).
mente astuta, tanto más cruel y terrorífica cuanto que se presenta como víctima sacrificada, y no ya como sacrificador o verdugo. Verdugo peor que los otros. «Juan insiste sobre una oveja que está ahí como inmolada, pero nunca se la ve inmolada, más bien se la ve inmolar a los hombres por millones; incluso al final, cuando aparece vestida con una victoriosa camisa ensangrentada, la sangre no es la suya...».30 El cristianismo será realmente el Anticristo; engendra hijos en la espalda, proporciona por la fuerza a Jesús un alma colectiva, da a cambio al alma colectiva un alma individual de superficie, la ovejita.
El cristianismo, y Juan de Patmos en primer lugar, han fundado un tipo de hombre nuevo, y un tipo de pensador que todavía perdura en la actualidad, que conoce un reino nuevo: la oveja carnívora, la oveja que muerde, y que grita «socorro, ¿qué os he hecho?, si era por vuestro bien y por nuestra causa común». Qué figura más curiosa, la del pensador moderno. Esas ovejas con piel de león, y con unos dientes demasiado grandes, ya ni siquiera necesitan el hábito del sacerdote, o, como decía Lawrence, del Ejército de Salvación: han conquistado muchos medios de expresión, muchas fuerzas populares.
Lo que quiere el alma colectiva es el poder. Lawrence no dice cosas sencillas, sería un error creer que ya estaba todo comprendido. El alma colectiva no quiere apoderarse sencillamente del poder, o sustituir al déspota. Por una parte, quiere destruir el poder, odia el poder y la fuerza, Juan de Patmos odia con toda su alma a César o el Imperio romano. Por otra, también quiere infiltrarse en todas las puertas del poder, desparramar los centros de poder, multiplicarlos por todo el universo: quiere un poder cosmopolita, pero no a la luz del día como el del Imperio, sino más bien en cada esquina y rincón, en cada hueco oscuro, en cada recoveco del alma colectiva.31 Final y principalmente, quiere un poder último que no apele a los dioses, sino que sea el de un Dios sin apelación, y que juzgue todos los demás poderes. El cristianismo no llega a un compromiso con el Imperio romano, lo transmuta.
Con el Apocalipsis, el cristianismo inventará una imagen completamente nueva del poder: el sistema del Juicio. El pintor Gustave Courbet (hay muchas similitudes entre Lawrence y Courbet) hablaba de personas que se despiertan en plena noche gritando «¡quiero juzgar, tengo que juzgar!». Voluntad de destruir, voluntad de introducirse en cada rincón, voluntad de ser la última palabra para siempre jamás: triple voluntad que no es sino una sola, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El poder cambia singularmente de naturaleza, de expresión, de distribución, de intensidad, de medios y de fin. Un contrapoder que sea al mismo tiempo un poder de los recovecos y un poder de [60] los últimos hombres. El poder ya tan sólo existe como la prolongada política de la venganza, la prolongada empresa de narcisismo del alma colectiva. Desquite y autoglorificación de los débiles, dice Lawrence–Nietzsche: incluso el asfodelfo griego se volverá narciso cristiano.32 Y qué detalles en la lista de las venganzas y de las glorias... Sólo hay una cosa que no cabe reprochar a los débiles, es la de no ser bastante duros, la de no estar bastante embebidos de su gloria y de su certeza.
Pero, para esta empresa del alma colectiva, habría que inventar una nueva raza de sacerdotes, un tipo nuevo, aunque sea enfrentándolo contra el sacerdote judío. Éste no poseía todavía la universalidad ni la ultimidad, era demasiado local y andaba aún esperando algo. El sacerdote cristiano tendrá que relevar al sacerdote judío, aunque sea a costa de que ambos se vuelvan contra Cristo. Someterán a Cristo a la peor de las prótesis: se le convertirá en el héroe del alma colectiva, se le obligará a devolver al alma colectiva lo que él jamás quiso darle. O mejor dicho el cristianismo le dará lo que él siempre aborreció, un Yo colectivo, un alma colectiva. Juan de Patmos pone todo su empeño en el asunto: «Siempre títulos de poder, nunca títulos de amor. Cristo siempre es el conquistador, todopoderoso, el destructor de espada resplandeciente, destructor de hombres hasta que la muerte alcance los estribos de los caballos. Jamás el Cristo salvador, jamás. El hijo del hombre del Apocalipsis baja a la tierra para traer un nuevo y terrible poder, mayor que el de cualquier Pompeyo, Alejandro o Ciro. Poder, terrorífico poder de disuasión... Algo que deja de una pieza...»33 Obligarán a Cristo a resucitar para ello, le pondrán inyecciones. A Él, que no juzgaba, y que no quería juzgar, lo convertirán en un engranaje esencial en el sistema del Juicio. Pues la venganza de los débiles o el nuevo poder se sitúa en el punto exacto cuando [61] el juicio, la abominable facultad, se convierte en la facultad dominante del alma. (Sobre el problema menor de una filosofía cristiana: sí, hay una filosofía cristiana, no en función de la creencia, sino desde el momento en que el juicio es considerado una facultad autónoma, que precisa a este respecto del sistema y la garantía de Dios.) El Apocalipsis ha ganado, nunca hemos conseguido salir del sistema del juicio. «Y vi unos tronos, y a los que se sentaron en ellos les fue dado el poder de juzgar.»
Al respecto, el procedimiento del Apocalipsis es fascinante. Los judíos habían inventado algo muy importante en el orden del tiempo, el destino diferido. En su ambición imperial, el pueblo elegido había fracasado, se había puesto en estado de espera, esperaba, se había vuelto «el pueblo del destino diferido». Esta situación se mantiene esencial a lo largo de todo el profetismo judío, y explica ya la presencia de ciertos elementos apocalípticos en los profetas. Pero lo nuevo del Apocalipsis estriba en que la espera se convierte en objeto de una programación maniática sin precedentes. El Apocalipsis es sin duda el primer gran libro–programa absolutamente espectacular. La pequeña y la gran muerte, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, la primera resurrección, el milenio, la segunda resurrección, el juicio final, bastan y sobran para colmar todas las expectativas y mantenerlas ocupadas. Una especie de Folies–Bergère, con ciudad celestial, y lago de azufre infernal. Todo el detalle pormenorizado de las desdichas, plagas y azotes reservados a los enemigos en el lago, y de la gloria de los elegidos en la ciudad, la necesidad de estos últimos de medir su gloria comparándola con las desdichas de los otros, todo eso irá minutando este prolongado desquite de los débiles. El ánimo de venganza introduce el programa en la espera («la venganza es un plato que...»). Hay que mantener ocupados a los que esperan. La espera debe estar organizada de principio a fin: las almas martirizadas que tienen que esperar a que los mártires formen un número suficiente antes de [62] que comience el espectáculo. Y la pequeña espera de media hora en la apertura del séptimo sello, la gran espera durante el milenio... Sobre todo es imprescindible que el Fin esté programado. «Tanta necesidad tenían de conocer el final como el inicio, nunca hasta entonces habían querido los hombres conocer el fin de la creación... Odio candente e innoble deseo del fin del mundo»...Hay aquí un elemento que como tal no pertenece al Antiguo Testamento, sino al alma colectiva cristiana, y que opone la visión apocalíptica y la palabra profética, el programa apocalíptico y el proyecto profético. Pues si el profeta espera, lleno ya de resentimiento, no por ello deja de seguir en el tiempo, en la vida, y espera un advenimiento. Y está esperando el advenimiento como algo imprevisible y nuevo, cuya presencia o gestación sólo conoce en el proyecto de Dios, mientras que el cristianismo ya sólo puede esperar un retorno, y el retorno de algo programado hasta el último detalle. En efecto, si Cristo ha muerto, el centro de gravedad se ha desplazado, ya no está en la vida, sino que ha pasado detrás de la vida, a una posvida.
El destino diferido cambia de sentido en el cristianismo, puesto que ya no sólo está diferido, sino posferido, situado después de la muerte, después de la muerte de Cristo y de la muerte de cada cual. «¿Hasta cuándo, Señor, santo y veraz, difieres hacer justicia y vengar nuestra sangre contra los que habitan en la tierra?... y se les dijo que descansasen en paz un poco de tiempo, en tanto que se cumplía el número de sus consiervos y hermanos que habían de ser martirizados también como ellos.»
«San Pablo se limitó a desplazar la gravedad de toda existencia detrás de esa existencia, en la mentira de Cristo resucitado. En el fondo, la vida del redentor no podía resultarle de ninguna utilidad, necesitaba la muerte en la cruz y alguna cosa más...» encontramos entonces ante la tarea de tener que llenar un tiempo monstruoso, prolongado, entre la Muerte y el Fin, la Muerte y la Eternidad. Sólo cabe llenarlo de visiones: «miré, y he aquí...», «y entonces vi...». La visión apocalíptica sustituye a la palabra profética, la programación al proyecto y a la acción, todo un teatro de fantasías sucede tanto a la acción de los profetas como a la pasión de Cristo.
Fantasías, fantasmas, expresión del instinto de venganza, arma de la venganza de los débiles. El Apocalipsis rompe con el profetismo pero sobre todo con la elegante inmanencia de Cristo, para quien la eternidad se experimentaba primero en la vida, sólo podía experimentarse en la vida («sentirse en el cielo»). Y sin embargo no resulta difícil mostrar en cada momento el fondo judío del Apocalipsis: no sólo el destino diferido, sino todo el sistema recompensa–castigo, pecado–perdón, la necesidad de que el enemigo tenga un sufrimiento prolongado, no sólo en su carne, sino en el espíritu, en pocas palabras el nacimiento de la moral, y la alegoría como expresión de la moral, como medio de moralización... Pero más interesantes resultan la presencia y la reactivación de un fondo pagano desviado en el Apocalipsis. Que el Apocalipsis sea un libro que contiene elementos dispares nada tiene de extraordinario, más habría que sorprenderse de un libro que no los contuviera en esa época. Lawrence no obstante distingue dos tipos de libros que contienen elementos dispares, o mejor dicho dos polos: en extensión, cuando un libro recupera muchos otros libros, de diferentes autores, de diferentes procedencias, tradiciones, etc.; o en profundidad, cuando a su vez está a caballo sobre varios estratos, los atraviesa, los mezcla si es necesario, haciendo aflorar un sustrato en el estrato más reciente, un libro– sondeo y no ya una síncresis. Un estrato pagano, uno judío y uno cristiano, eso es lo que marca las grandes partes del Apocalipsis, pese a que algún sedimento pagano acabe deslizándose en una falla del estrato cristiano, llenando un vacío cristiano (Lawrence analiza el famoso ejemplo del capítulo 12 del Apocalipsis, donde el mito pagano de un nacimiento divino, con la Madre astral y el gran dragón rojo, acaba colmando el vacío del nacimiento de Cristo).38 Una reactivación semejante del paganismo no es frecuente en la Biblia. Cabe imaginar que los profetas, los evangelistas, el propio San Pablo, eran unos expertos en lo que a astros, estrellas y cultos paganos se refiere; pero optaron por suprimir al máximo, por [64] recubrir ese estrato. Sólo hay un caso en el que los judíos tienen una necesidad absoluta de volver a ello, y es cuando se trata de ver, cuando tienen necesidad de ver, cuando la Visión recupera cierta autonomía respecto a la palabra. «Los judíos del periodo posterior a David no tenían ojos propiamente, tanto escrutaban a su Jehová que se quedaban ciegos, y luego miraban el mundo con los ojos de sus vecinos; cuando los profetas habían de tener visiones, éstas tenían que ser caldeas o asirías. Tomaban otros dioses prestados para ver a su propio Dios invisible.»39 Los hombres de la nueva Palabra tienen necesidad del antiguo ojo pagano. Cosa que ya es verdad en lo que a los elementos apocalípticos que surgen en los profetas se refiere. Ezequiel tiene necesidad de las ruedas agujereadas de Anaximandro («es un gran alivio encontrar las ruedas de Anaximandro en Ezequiel...»). Pero es el autor del Apocalipsis, el libro de las Visiones, es Juan de Patmos, el que más necesidad tiene de reactivar el fondo pagano, y el que está mejor situado para hacerlo. Juan conocía muy poco y mal a Jesús y los Evangelios, «pero al parecer era un experto en lo que al valor pagano de los símbolos se refiere, en tanto que difiere del valor judío o cristiano».
Y ahora Lawrence, con todo su horror por el Apocalipsis, y a través de este horror experimenta una oscura simpatía, incluso una especie de admiración hacia ese libro: precisamente porque es sedimentario y estratificado. Nietzsche también solía experimentar una fascinación especial por lo que percibía horrible y nauseabundo: «qué interesante», decía. No hay duda, Lawrence tiene simpatía por Juan de Patmos, lo encuentra interesante, tal vez el hombre más interesante, encuentra en él una exageración, y una presunción que no carecen de atractivo. Es que esos «débiles», esos hombres de resentimiento, que esperan su venganza, gozan de una dureza que han vuelto en su propio beneficio, en su propia gloria, pero que procede de otro sitio. Su incultura profunda, la exclusividad de un libro que adquiere para ellos la figura DEL libro —EL LIBRO, la Biblia y particularmente el Apocalipsis–,los hace aptos para abrirse ante el empuje de un estrato antiquísimo, de un sedimento secreto que los otros ya no quieren conocer. Por ejemplo. San Pablo todavía es un aristócrata: en absoluto como Jesús, sino otro tipo de aristócrata, demasiado culto para no saber reconocer, y por lo tanto borrar o reprimir, los sedimentos que podrían traicionar su programa.
¡Menudo el tratamiento de censura al que somete San Pablo el fondo pagano, y de selección el fondo judío! Tiene necesidad de un fondo judío revisado y corregido, convertido, pero necesita que el fondo pagano esté y permanezca oculto. Y posee la cultura suficiente para hacerlo, mientras que Juan de Patmos es un hombre del pueblo. Es una especie de minero gales inculto. Lawrence inicia su comentario del Apocalipsis con el retrato de esos mineros ingleses a los que tan bien conocía y que le maravillaron: duros, muy duros, dotados de un «sentido especial del poder bruto y salvaje», hombres religiosos por excelencia, en la venganza y la autoglorificación, esgrimiendo el Apocalipsis, organizando las tenebrosas veladas de los martes en las capillas metodistas primitivas.41 Su jefe natural no es el apóstol Juan ni San Pablo, sino Juan de Patmos. Son el alma colectiva y popular del cristianismo, mientras que San Pablo (y Lenin también, dirá Lawrence) es todavía un aristócrata que va al pueblo. Los mineros son expertos en estratos. No necesitan haber leído, pues en ellos es donde el fondo pagano ruge. Precisamente, se abren a un estrato pagano, lo despejan, hacen que venga a ellos, y se limitan a decir: es carbón, es Cristo. Efectúan la desviación de estrato más impresionante para hacer que sirva al mundo cristiano, mecánico y técnico. El Apocalipsis es una inmensa máquina, una organización ya industrial. Metrópolis. En virtud de su experiencia vivida, Lawrence toma a Juan de Patmos por un minero inglés, el Apocalipsis por una serie de grabados colgados en las paredes de la casa del minero, el espejo de un rostro popular, duro, despiadado y pío. Es la misma causa que la de San Pablo, el mismo propósito, pero no es en absoluto el mismo tipo de hombre, el mismo procedimiento ni la misma función, San Pablo director último, y Juan de Patmos obrero, el terrible obrero de la última hora. El jefe de empresa tiene que prohibir, censurar, seleccionar, mientras que el obrero puede martillar, alargar, comprimir, recuperar una materia... Por eso en la alianza Nietzsche–Lawrence no hay que considerar que la diferencia de blanco, San Pablo para uno, Juan de Patmos para el otro, sea anecdótica o secundaria. Determina una diferencia radical entre ambos libros. Lawrence recupera bien la flecha de Nietzsche, pero a su vez la manda de un modo completamente distinto, aunque acaben encontrándose los dos en el mismo infierno, demencia y hemotisis, ya que San Pablo y Juan de Patmos ocupan todo el cielo. Pero Lawrence recupera todo su desprecio, y su horror, por Juan de Patmos. Pues esta reactivación del mundo pagano, a veces incluso conmovedora y grandiosa en la primera parte del Apocalipsis, ¿de qué sirve, para qué se la utiliza en la segunda parte? No puede decirse que Juan aborrezca el paganismo: «Lo acepta casi con la misma naturalidad que su propia cultura hebraica, y con mucha más naturalidad que el nuevo espíritu cristiano, que le es ajeno.» Su enemigo no son los paganos, es el Imperio romano. Pero los paganos no son en absoluto los romanos, sino más bien los etruscos; ni siquiera lo son los griegos, son los hombres del Egeo, la civilización del Egeo. Pero, para garantizar una visión de la caída del Imperio romano, hay que agrupar, convocar, resucitar el Cosmos entero, hay que destruir el propio cosmos para que arrastre y entierre el Imperio romano debajo de sus escombros. Así es ese extraño desvío, ese extraño bies según el cual no se ataca directamente al enemigo: el Apocalipsis necesita una destrucción del mundo para sentar su poder último y su ciudad celeste, y sólo el paganismo le proporciona un mundo, un cosmos. Por lo tanto recuperará el cosmos pagano para acabar con él, para llevar a cabo su destrucción alucinatoria.
Lawrence define el cosmos de una forma muy sencilla: es la sede de los grandes símbolos vitales y de las conexiones vivas, la vida–más–que–personal. Las conexiones cósmicas serán sustituidas por los judíos por la alianza de Dios con el pueblo elegido; la vida supra –o infra– personal será sustituida por los cristianos por el pequeño vínculo personal del alma con Cristo; los símbolos judíos y cristianos serán sustituidos por la alegoría. Y ese mundo pagano, que sigue vivo pese a todo, que sigue viviendo con su potencia en el fondo de nosotros, el Apocalipsis lo halaga, lo invoca, lo hace subir a la superficie, pero para arreglarle las cuentas, para asesinarlo de verdad, ni siquiera por odio directo, sino porque tiene necesidad de él como medio. El cosmos ya había padecido muchas derrotas, pero con el Apocalipsis acaba muriendo.
Cuando los paganos hablaban del mundo, lo que les interesaba eran siempre los inicios y los saltos de un ciclo a otro; pero ahora ya no queda más que un fin, al término de una larga línea plana, y, necrófilos, sólo nos interesa ese fin, siempre y cuando sea definitivo. Cuando los paganos, los presocráticos, hablaban de destrucción, siempre la consideraban una injusticia, fruto del exceso de un elemento respecto a otro, y lo injusto era ante todo lo destructor. Pero ahora a la destrucción se la llama justa, y a la voluntad de destruir se la llama Justicia y Santidad. Es la aportación del Apocalipsis: ¡a los romanos ya ni se les reprocha que sean unos destructores, ni se les guarda rencor por esa razón que sin embargo sería una buena razón, se le reprocha a la Roma–Babilonia ser una rebelde, una sublevada, albergar a sublevados, gentes humildes o importantes, pobres o ricas!
Destruir, y destruir a un enemigo anónimo, intercambiable, a un enemigo cualquiera, se ha convertido en el acto más esencial de la nueva justicia. Definir al enemigo cualquiera como aquel que no es conforme con el orden de Dios. Resulta extraño cómo, en el Apocalipsis, todo el mundo tendrá que ser marcado, llevará una marca en la frente o en la mano, marca de la Bestia o de Cristo; y la Oveja marcará a 144.000 personas, y la Bestia... Cada vez que se ha programado una ciudad radiante, sabemos perfectamente que se trata de una forma de destruir el mundo, de volverlo «inhabitable», y de levantar la veda del enemigo [68] cualquiera.42 Tal vez no haya muchas similitudes entre Hitler y el Anticristo, pero abundan por el contrario entre la Nueva Jerusalén y el futuro que se nos augura, no sólo en la ciencia ficción, sino más bien en la planificación militar–industrial del Estado mundial absoluto. El Apocalipsis no es el campo de concentración (Anticristo), es la gran seguridad militar, policial y civil del nuevo Estado (Jerusalén celeste). La modernidad del Apocalipsis no estriba en las catástrofes anunciadas, sino en la autoglorificación programada, la institución de la gloria de la Nueva Jerusalén, la instauración demente de un poder último, judicial y moral. Terror arquitectónico de la Nueva Jerusalén, con su muralla, su calle Mayor de cristal, «y la ciudad no necesita sol ni luna para iluminarla..., y nada mancillado penetrará en ella, sino sólo aquellos que están inscritos en el libro de la vida de la Oveja». Involuntariamente, el Apocalipsis nos persuade al menos de que lo más terrible no es el Anticristo, sino esta nueva ciudad descendida del cielo, la ciudad santa «preparada como una esposa adornada para su esposo». Cada lector un poco sano del Apocalipsis se siente ya en el lago sulfuroso.
Entre las páginas más hermosas de Lawrence se cuentan pues las que se refieren a esta reactivación del mundo pagano, pero en unas condiciones tales que los símbolos vitales están en plena decadencia, y todas sus conexiones vivas cortadas. «La mayor falsificación literaria», decía Nietzsche. La fuerza de Lawrence cuando analiza los temas precisos de esta decadencia, de esta falsificación en el Apocalipsis (nos limitaremos a señalar unos puntos concretos):
1. La transformación del infierno. Precisamente, entre los paganos el infierno no está separado, depende de la transformación de los elementos en un ciclo: cuando el fuego se vuelve [69] demasiado fuerte para las aguas dulces, las quema, y el agua produce la sal como el hijo de la injusticia que la corrompe y la vuelve amarga. El infierno es el aspecto malo del agua subterránea. Si acoge a los injustos se debe a que él mismo es el efecto de una injusticia elemental, un avatar de los elementos.
Pero la idea de que el infierno esté separado en sí mismo, de que exista por sí mismo, y de que sea una de las dos expresiones de la justicia última, todo eso tendrá que esperar la llegada del cristianismo: «incluso los antiguos infiernos judíos de Sheol y de Gehen eran unos lugares relativamente suaves, Hades incómodos, pero desaparecieron con la Nueva Jerusalén», en beneficio de una «balsa de azufre incandescente por naturaleza», donde las almas se abrasan para siempre jamás.43 Incluso el mar, para mayor seguridad, será vertido en la balsa de azufre: así desaparecerán las conexiones de todos los tipos.
2. La transformación de los jinetes. Tratar de volver a encontrar qué es un caballo verdaderamente pagano, qué conexiones establece entre unos colores, unos temperamentos, unas naturalezas astrales, unas partes del alma como jinetes: no hay que limitarse a la vista, sino a la simbiosis vivida hombre–caballo. El blanco, por ejemplo, es asimismo la sangre, que actúa como pura luz blanca, mientras que el rojo es sólo la vestidura de la sangre, proporcionada por la bilis. Amplio cruce de líneas, de planos y de relaciones.44 Pero con el cristianismo el caballo no es ya más que un transporte al que se le dice «¡ven!», y transporta abstracciones.
3. La transformación de los colores y el dragón. Lawrence desarrolla un devenir de los colores bellísimo. Pues el dragón más antiguo es rojo, rojo y oro, extendido en espiral en el cosmos o acurrucado sobre la columna vertebral del hombre. Pero cuando llega el momento de su ambigüedad (¿será bueno?, ¿será malo?) se mantiene rojo todavía para el hombre, [70] mientras que el buen dragón cósmico se ha vuelto verde traslúcido en medio de las estrellas, como una brisa de primavera.
El rojo se ha vuelto peligroso para el hombre (no hay que olvidar que Lawrence escribía entre sus esputos de sangre). Pero por último el dragón se torna blanco, un blanco sin color, el blanco sucio de nuestro logos, una especie de gusano gordo y gris. ¿Cuándo se transmuta el oro en moneda? Precisamente cuando deja de ser el oro rojo del primer dragón, cuando el dragón adquiere este color de cartón piedra de la pálida Europa.45
4. La transformación de la mujer. El Apocalipsis asimismo tributa un homenaje fugaz a la Abuela cósmica, envuelta en el sol y con la luna bajo sus pies. Pero está ahí plantada, al margen de cualquier conexión. Y su hijo le es arrancado, «robado hacia Dios»; a ella la mandan al desierto, del que no saldrá más que bajo forma invertida de ramera de Babilonia: todavía espléndida, sentada sobre su dragón rojo, condenada a la destrucción. Diríase que a la mujer no le queda más elección: o bien ser la ramera sobre el dragón, o bien volverse la presa de «todas las pequeñas serpientes grises de la pena y de la vergüenza modernas» (como dice Lawrence, la mujer actual está llamada a hacer con su vida «algo que valga la pena», a extraer lo mejor de lo peor sin pensar que todavía es peor; por ese motivo la mujer adquiere una forma curiosamente policial, «la mujer policía» moderna.46 Pero el Apocalipsis ya había transformado las potencias angélicas en policías singulares.
5. La transformación de los gemelos. Y el mundo pagano no sólo se componía de conjunciones vivas, comportaba fronteras, umbrales y puertas, disyunciones, para que algo pasase entre dos cosas, o para que una sustancia pasase de un estado a otro, o se alternara con otro, evitando las mezclas peligrosas. Los gemelos tienen precisamente este papel de disyuntores: amos de los vientos y de la lluvia, porque abren las puertas del cielo; hijos del trueno porque atraviesan las nubes; guar–[71]dianes de la sexualidad, porque mantienen la separación a través de la cual se insinúa el nacimiento, y hacen que se alternen el agua y la sangre, esquivando el punto mortal en el que todo se mezclaría sin medida. Por lo tanto los gemelos son los amos de los flujos y de su paso, de su alternancia y de su disyunción.47 Por este motivo necesita el Apocalipsis mandarlos matar, y luego subirlos al cielo, no para que el mundo pagano conozca su propia desmesura, sino para que la mesura le venga de fuera como una sentencia de muerte.
6. La transformación de los símbolos en metáforas y alegorías. El símbolo es potencia cósmica concreta. La conciencia popular, hasta en el Apocalipsis, conserva cierto sentido del símbolo pese a adorar el Poder bruto. Y no obstante qué diferencias entre la potencia cósmica y la idea de un poder último... Lawrence esboza algunos rasgos del símbolo sucesivamente. Hay un proceso dinámico para la ampliación, la profundización, la extensión de la conciencia sensible, hay un devenir cada vez más consciente, por oposición a la cerrazón de la conciencia moral sobre la idea fija alegórica. Hay un método de Afecto, intensivo, una intensidad acumulativa, que indica el umbral de una sensación, el despertar de un estado de conciencia: el símbolo no quiere decir nada, no hay que explicarlo ni interpretarlo, contrariamente a la conciencia intelectual de la alegoría. Hay un pensamiento rotativo, en el que un grupo de imágenes gira cada vez más deprisa alrededor de un punto misterioso, por oposición a la cadena lineal alegórica. Pensemos en la pregunta de la esfinge: «¿Qué es lo que primero anda con cuatro patas, luego con dos, y por último con tres?»
47 Apocalypse, cap. XVI, pág. 151.
Es más bien estúpida si vemos en ella tres partes concatenadas cuyarespuesta es el Hombre. Pero se hace más interesante si percibimos tres grupos de imágenes que giran alrededor del punto más misterioso del hombre, las imágenes del niño–animal, luego las de la criatura de dos patas, simio, pájaro o rana, y luego las de la bestia desconocida de tres patas, [72] de allende los mares y los desiertos. Y en eso consiste, precisamente, el símbolo rotativo: no tiene principio ni fin, no nos lleva a ninguna parte, no llega a ninguna parte, sobre todo no tiene punto final, ni siquiera etapas. Siempre está en medio, en medio de las cosas, entre las cosas. Sólo tiene un medio, unos medios cada vez más profundos.
El símbolo es maelström, nos hace girar hasta producir ese estado intenso del que surge la solución, la decisión. El símbolo es un proceso de acción y de decisión; en este sentido se vincula con el oráculo que proporcionaba imágenes de turbulentos torbellinos. Pues de este modo tomamos una decisión verdadera: cuando giramos dentro de nosotros mismos, sobre nosotros mismos, cada vez más y más deprisa, «hasta que se forma un centro y no sabemos qué hacer». Es lo contrario de nuestro pensamiento alegórico: éste ya no es un pensamiento activo, sino un pensamiento que incesantemente remite o difiere. Ha sustituido el poder de decisión por el poder de juicio. Así, exige un punto final como un juicio final. Y pone puntos provisionales entre cada frase, entre cada fase, entre cada segmento, como otras tantas etapas en la senda que prepara la llegada. Sin duda debido a la vista, al libro y a la lectura, hemos desarrollado esa afición por los puntos, por las líneas segmentarizadas, por los inicios, por los finales y por las etapas. La vista es el sentido que nos separa, la alegoría es visual, mientras que el símbolo convoca y reúne todos los demás sentidos. Cuando el libro todavía es un rollo, tal vez conserve una potencia de símbolo. Pero, precisamente, ¿cómo explicar esa cosa tan insólita, que el libro de los siete sellos sea supuestamente un rollo, y que no obstante los sellos se vayan rompiendo sucesivamente, por etapas, hasta ese punto tiene necesidad el Apocalipsis de ir poniendo puntos, instalando segmentos por doquier? El símbolo, por su parte, consta de conexiones y de disyunciones físicas, e, incluso cuando nos encontramos ante una disyunción, ésta se produce de tal modo que algo sigue pasando por la separación, sustancia o flujo. Pues el símbolo es el pensamiento de los flujos, contrariamente al proceso intelectual y lineal del pensamiento alegórico: «La mente moderna aprehende partes, [73] briznas y pedazos, y pone un punto al final de cada frase, mientras que la conciencia sensible aprehende un conjunto en tanto que corriente o flujo.» El Apocalipsis revela su propio fin: desconectarnos del mundo y de nosotros mismos.48
Exit el mundo pagano. El Apocalipsis lo ha hecho aflorar por última vez para destruirlo para siempre. Tenemos que volver al otro eje: no la oposición del Apocalipsis con el mundo pagano, sino aquella, del todo distinta, del Apocalipsis con Cristo como persona. Cristo había inventado una religión de amor, es decir una cultura aristocrática de la parte individual del alma; el Apocalipsis inventa una religión de Poder, es decir un culto terrible y popular de la parte colectiva del alma. El Apocalipsis hace un yo colectivo a Cristo, le da un alma colectiva, y todo cambia. Transmutación del impulso de amor en empresa de venganza, de Cristo evangélico en Cristo apocalíptico (el hombre de la espada entre los dientes). De ahí la importancia de la advertencia de Lawrence: no es el mismo Juan el que escribe un evangelio y el que escribe el Apocalipsis. Y, no obstante, tal vez estén más unidos que si fuera el mismo. Y los dos Cristos están más unidos que si fueran el mismo: «las dos caras de una misma medalla». Para explicar esta complementariedad, ¿basta con decir que Cristo había descuidado «personalmente» el alma colectiva y le había dejado el campo libre? ¿O bien existe alguna razón más profunda, más abominable? Lawrence se mete de cabeza en un asunto harto complejo: le parece que la razón del vuelco, de la desfiguración, no depende de una mera negligencia, sino que hay que buscarla ya en el amor de Cristo, en la forma que tenía de amar. Y que eso es lo que ya era horrible, la forma que tenía Cristo de amar. Eso es lo que iba a permitir que una religión de Poder sustituyera a la religión de amor. Había en el amor de Cristo una especie de identificación abstracta, o, peor aún, unas ansias de dar sin tomar nada a cambio. Cristo no quería responder a las expectativas de sus discípulos, y aun así no quería quedarse con nada, ni siquiera con la parte inviolable de sí mismo. Algo había de suicida.
Lawrence escribe una novela, L’homme qui était mort (El hombre que había muerto), poco antes de su texto sobre el Apocalipsis: imagina a Cristo resucitado («me han desclavado demasiado deprisa»), pero también asqueado, diciéndose «esto nunca más». Descubierto por Magdalena, que desea dárselo todo, percibe en la mirada de la mujer un brillo tenue de triunfo, en su voz un tono de triunfo en el que se reconoce a sí mismo. Pero se trata del mismo brillo, del mismo tono de aquellos que toman sin dar.
En el ardor de Cristo y en la codicia cristiana, en la religión de amor y la religión de poder, hay la misma fatalidad: «He dado más de lo que he tomado, y también eso es miseria y vanidad. No es más que otra muerte... Sabía ahora que el cuerpo resucita para dar y para tomar, para tomar y para dar, sin codicia.» En toda su obra, Lawrence tiende hacia esta tarea: diagnosticar, perseguir el diminuto brillo de maldad dondequiera que esté, en quienes toman sin dar, o quienes dan sin tomar: Juan de Patmos y Cristo.
Entre Cristo, San Pablo y Juan de Patmos, la cadena se cierra: Cristo, aristócrata, artista del alma individual, y que desea dar esta alma; Juan de Patmos, el obrero, el minero, que reivindica el alma colectiva y que desea cogerlo todo; y San Pablo para cerrar el vínculo, una especie de aristócrata que va hacia el pueblo, una especie de Lenin que se dispone a dar al alma colectiva una organización, hará una «oligarquía de los mártires», da a Cristo unos objetivos, y medios al Apocalipsis. ¿No era todo eso acaso necesario para conformar el sistema del juicio?
Suicidio individual y suicidio de masa, con autoglorificación por todos los lados. Muerte, muerte, así es el juicio. Entonces, salvar el alma individual, y también el alma colectiva, ¿pero cómo? Nietzsche concluía el Anticristo con su célebre Ley contra el Cristianismo. Lawrence concluye su comentario del Apocalipsis con la gran escena de Cristo con Magdalena («Y en su corazón, sabía que jamás iría a vivir a su casa. Pues un resplandor de triunfo había brillado en su mirada, el ardor de dar... El horror de toda la vida que había conocido cayó de nuevo sobre él»). Escena análoga en La verge d’Aaron, Gallimard, cap. XII, cuando Aarón va a reencontrarse con su mujer, y sale huyendo de nuevo, aterrorizado por el brillo en sus ojos (Obras completas, Seix Barral, 1987). 81 una especie de manifiesto, lo que en otro lugar llama una «letanía de exhortaciones»:51 Dejar de amar. Oponer al juicio de amor «una decisión que el amor no podrá vencer». Llegar al punto en el que no se puede dar más, como tampoco tomar más, en el que se sabe que no se va a «dar» absolutamente nada más, el punto de Aarón o de L’homme qui était mort, pues el problema se ha desplazado a otro lugar, construir las orillas entre las cuales puede una corriente fluir, separarse o conjugarse.52 No amar más, no darse más, no tomar más. Salvar así la parte individual de uno mismo. Pues el amor no es la parte individual, no es el alma individual: es más bien lo que hace que el alma individual se convierta en un Yo. Pero un yo, es algo que hay que dar o tomar, que desea amar o ser amado, es una alegoría, una imagen, un Sujeto, no es una relación verdadera. El yo no es una relación, es un reflejo, es el brillo diminuto que hace el sujeto, el brillo de triunfo en la mirada (el «maldito secretito»), dice a veces Lawrence. Adorador del sol, Lawrence no obstante dice que el resplandor del sol en la hierba no basta para hacer una relación. Saca de ello una concepción de la pintura y de la música. Lo que es individual es la relación, es el alma, no el yo. El yo tiene tendencia a identificarse con el mundo, pero es ya la muerte, mientras que el alma extiende el hilo de sus «simpatías» y «antipatías» vivas.53 Dejar [76] de pensarse como un yo, para vivirse como un flujo, un conjunto de flujos, en relación con otros flujos, fuera y dentro del Su aislamiento intrínseco era el centro mismo de su ser, si rompía esta soledad central, todo se habría roto. Ceder, ésa era la gran tentación, y era el sacrificio final...») y pág. 154 («Para empezar había que estar perfectamente solo, era el único camino hacia una armonía final y vital, estar solo en una soledad perfecta, acabada...»).
82 propio ser. Incluso la rareza es un flujo, incluso el agotamiento del caudal, incluso la muerte pueden convertirse en flujos. Sexual y simbólico, tanto da, en efecto, nunca han querido decir otra cosa: la vida de las fuerzas o de los flujos.54 Hay en el yo una tendencia a aniquilarse que encuentra una pendiente en Cristo, y una llegada en el budismo: de ahí la desconfianza de Lawrence (o de Nietzsche) respecto a Oriente. El alma como vida de los flujos es querer–vivir, lucha y combate. No sólo la disyunción, sino la conjunción de los flujos también es lucha y combate, abrazo. Todo acuerdo es disonante. Lo contrario de la guerra: la guerra es el aniquilamiento general que exige la participación del yo, pero el combate rechaza la guerra, es conquista del alma. El alma recusa a aquellos que quieren la guerra porque la confunden con la lucha, pero también a aquellos que renuncian a la lucha porque la confunden con la guerra: el cristianismo militante y Cristo pacifista. La parte inalienable del alma aparece cuando se ha dejado de ser un yo: hay que conquistar esta parte eminentemente fluida, vibrante, combatiente.
El problema colectivo consiste entonces en instaurar, encontrar o recuperar el máximo de conexiones. Pues las conexiones (y las disyunciones) son precisamente la física de las relaciones, el cosmos. Hasta la disyunción es física, sólo está como las dos orillas, para permitir el paso de los flujos, o su alternancia. Pero nosotros... nosotros como máximo vivimos en una «lógica» de las relaciones (Lawrence y Russell 53 Lawrence, Études sur la littérature classique américaine, Seuil, págs. 216–218 (Obras completas, Seix Barral, 1987). 54 Sobre la concepción de los flujos, y de la sexualidad consiguiente, vid. uno de los últimos textos de Lawrence, «Nos necesitamos unos a otros» (1930), en Eros et les chiens, Bourgois (Obras completas, Seix Barral, 1987).
La disyunción la convertimos en un «o, o». La conexión en una relación de causa efecto, o de principio consecuencia. Del mundo físico de los flujos abstraemos un reflejo, un doble exangüe, compuesto por sujetos, objetos, predicados, relaciones lógicas. Extraemos de este modo el sistema [77] del juicio. No se trata de enfrentar sociedad y naturaleza, artificial y natural. Poco importan los artificios. Pero cada vez que una relación física sea traducida en vinculaciones lógicas, el símbolo en imágenes, el flujo en segmentos, habrá que decir que el mundo ha muerto, y que el alma colectiva a su vez está encerrada en un yo, sea éste el del pueblo o el del déspota. Son las «falsas conexiones», que Lawrence opone a la Physis. Lo que hay que reprochar al dinero, siguiendo la crítica que de él hace Lawrence, exactamente igual que al amor, no es que sea un flujo, sino que sea una falsa conexión que reduce a moneda sujetos y objetos: cuando el oro se vuelve moneda...55 No hay retorno a la naturaleza, sólo hay un problema político del alma colectiva, las conexiones de las que una sociedad es capaz, los flujos que soporta, inventa, deja o hace pasar. Pura y simple sexualidad, sí, si se entiende con ello la física individual y social de las relaciones, por oposición a una lógica asexuada. Como los que tienen genio, Lawrence muere plegando cuidadosamente sus ínfulas, guardándolas cuidadosamente (suponía que así lo había hecho Cristo), y dando vueltas alrededor de esta idea, de esta idea... 55 Apocalypse, cap. XXIII, pág. 210. Este problema de las conexiones falsas y verdaderas es el que estimula el pensamiento político de Lawrence, especialmente en Eros et les chiens, y en Corps social, Bourgois.
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