En el atardecer de un día de noviembre, hace ya
algunos años, llegó a Osorno, en misión catequista, una
partida de misioneros capuchinos.
Eran seis frailes barbudos, de complexión recia, rostros
enérgicos y ademanes desenvueltos.
La vida errante que llevaban les había diferenciado
profundamente de los individuos de las demás órdenes
religiosas. En contacto continuo con la naturaleza
bravía de las regiones australes, hechos sus cuerpos a
las largas marchas a través de las selvas, expuestos
siempre a los ramalazos del viento y de la lluvia, estos
seis frailes barbudos habían perdido ese aire de
religiosidad inmóvil que tienen aquellos que viven
confinados en el calorcillo de los patios del convento.
Reunidos casualmente en Valdivia, llegados unos de
las reducciones indígenas de Angol, otros de La
Imperial, otros de Temuco, hicieron juntos el viaje hasta
Osorno,, ciudad en que realizarían una semana
misionera y desde la cual se repartirían luego, por los
caminos de la selva, en cumplimiento de su misión
evangelizadora.
Eran seis frailes de una pieza y con toda la barba.
Se destacaba entre ellos el padre Espinoza, veterano
ya en las misiones del sur, hombre de unos cuarenta y
cinco años, alto de estatura, vigoroso, con empaque de
hombre de acción y aire de bondad y de finura.
Era uno de esos frailes que encantan a algunas
mujeres y que gustan a todos los hombres.
Tenía una sobria cabeza de renegrido cabello, que
de negro azuleaba a veces como el plumaje de los
tordos. La cara de tez morena pálida, cubierta
profusamente por la barba y el bigote capuchinos. La
nariz un poco ancha; la boca, fresca; los ojos, negros y
brillantes. A través del hábito se adivinaba el cuerpo ágil
y musculoso.
La vida del padre Espinoza era tan interesante como
la de cualquier hombre de acción, como la de un
conquistador, como la de un capitán de bandidos,
como la de un guerrillero. Y un poco de cada uno de
ellos parecía tener en su apostura, y no le hubiera
sentado mal la armadura del primero, la manta y el
caballo fino de boca del segundo y el traje liviano y las
armas rápidas del último. Pero, pareciendo y pudiendo
ser cada uno de aquellos hombres, era otro muy
distinto. Era un hombre sencillo, comprensivo,
penetrante, con una fe ardiente y dinámica y un espíritu
religioso, entusiasta y acogedor, despojado de toda
cosa frívola.
Quince años llevaba recorriendo la región araucana.
Los indios que habían sido catequizados por el padre
Espinoza adorábanlo. Sonreía al preguntar y al
responder. Parecía estar siempre hablando con almas
sencillas como la suya.
Tal era el padre Espinoza, fraile misionero, hombre de
una pieza y con toda la barba.
* * *
Al día siguiente, anunciada ya la semana misionera,
una heterogénea muchedumbre de catecúmenos llenó
el primer patio del convento en que ella se realizaría.
Chilotes, trabajadores del campo y de las industrias,
indios, vagabundos, madereros, se fueron
amontonando allí lentamente, en busca y espera de la
palabra evangelizadora de los misioneros. Pobremente
vestidos, la mayor parte descalzos o calzados con
groseras ojotas, algunos llevando nada más que
camiseta y pantalón, sucias y destrozadas ambas
prendas por el largo uso, rostros embrutecidos por el
alcohol y la ignorancia; toda una fauna informe, salida
de los bosques cercanos y de los tugurios de la ciudad.
Los misioneros estaban acostumbrados a ese auditorio
y no ignoraban que muchos de aquellos infelices
venían, más que en busca de una verdad, en demanda
de su generosidad, pues los religiosos, durante las
misiones, acostumbraban repartir comida y ropa a los
más hambrientos y desarrapados.
Todo el día trabajaron los capuchinos. Debajo de los
árboles o en los rincones del patio, se apilaban los
hombres, contestando como podían, o como se les
enseñaba, las preguntas inocentes del catecismo.
—¿Dónde está Dios?
—En el cielo, en la tierra y en todo lugar —respondían en
coro, con una monotonía desesperante.
El padre Espinoza, que era el que mejor dominaba la
lengua indígena, catequizaba a los indios, tarea terrible,
capaz de cansar a cualquier varón fuerte, pues el indio,
además de presentar grandes dificultades intelectuales,
tiene también dificultades en el lenguaje.
Pero todo fue marchando, y al cabo de tres días
terminado el aprendizaje de las nociones elementales
de la doctrina cristiana, empezaron las confesiones. Con
esto disminuyó considerablemente el grupo de
catecúmenos, especialmente el de aquellos que ya
habían conseguido ropas o alimentos; pero el número
siguió siendo crecido.
A las nueve de la mañana, día de sol fuerte y cielo
claro, empezó el desfile de los penitentes, desde el patio
a los confesonarios, en hilera .acompasada y silenciosa.
Despachada ya la mayor parte de los fieles, mediada
la tarde, el padre Espinoza, en un momento de
descanso, dio unas vueltas alrededor del patio. Y volvía
ya hacia su puesto, cuando un hombre lo detuvo,
diciéndole: •
—Padre, yo quisiera confesarme con usted.
—¿Conmigo, especialmente? —preguntó el religioso.
—Sí, con usted.
—¿Y por qué?
—No sé; tal vez porque usted es el de más edad entre
los misioneros, y quizás, por eso mismo, el más
bondadoso.
El padre Espinoza sonrió:
—Bueno, hijo; si así lo deseas y así lo crees, que así sea.
Vamos.
Hizo pasar adelante al hombre y el fue detrás
observándolo.
El padre Espinoza no se había fijado antes en él. Era
un hombre alto, esbelto, nervioso en sus movimientos,
moreno, de corta barba negra terminada en punta; los
ojos negros y ardientes, la nariz fina, los labios delgados.
Hablaba correctamente y sus ropas eran limpias.
Llevaba ojotas, como los demás, pero sus pies desnudos
aparecían cuidados.
Llegados al confesionario, el hombre se arrodilló ante
el padre Espinoza y le dijo:
—Le he pedido que me confíese, porque estoy seguro
de que usted es un hombre de mucha sabiduría y de
gran entendimiento. Yo no tengo grandes pecados;
relativamente, soy un hombre de conciencia limpia.
Pero tengo en mi corazón y en mi cabeza un secreto
terrible, un peso enorme. Necesito que me ayude a
deshacerme de éL Créame lo que voy a confiarle y, por
favor, se lo pido, no se ría de mí. Varias veces he querido
confesarme con otros misioneros, pero apenas han oído
mis primeras palabras, me han rechazado como a un
loco y se han reído de mí. He sufrido mucho a causa de
esto. Esta será la última tentativa que hago. Si me pasa
lo mismo ahora, me convenceré de que no tengo
salvación y me abandonaré a mi infierno.
El individuo aquel hablaba nerviosamente, pero con
seguridad. Pocas veces el padre Espinoza había oído
hablar así a un hombre. La mayoría de los que
confesaba en las misiones eran seres vulgares, groseros,
sin relieve alguno, que solamente le comunicaban
pecados generales, comunes, de grosería o de
liviandad, sin interés espiritual. Contestó, poniéndose en
el tono con que le hablaban.
—Dime lo que tengas necesidad de decir y yo haré
todo lo posible por ayudarte. Confía en mí como en un
hermano.
El hombre demoró algunos instantes en empezar su
confesión; parecía temer el confesar el gran secreto
que decía tener en su corazón.
—Habla.
El hombre palideció y miró fijamente al padre
Espinoza. En la oscuridad, sus ojos negros brillaban como
los de un preso o como los de un loco. Por fin, bajando
la cabeza, dijo, entre dientes:
Yo he practicado y conozco los secretos de la magia
negra.
Al oír estas extraordinarias palabras, el padre Espinoza
hizo un movimiento de sorpresa, mirando con curiosidad
y temor al hombre; pero el hombre había levantado la
cabeza y espiaba la cara del religioso, buscando en ella
la impresión que sus palabras producirían. La sorpresa
del misionero duró un brevísimo tiempo. Tranquilizóse en
seguida. No era la primera vez que escuchaba
palabras iguales o parecidas. En ese tiempo los llanos
de Osorno y las islas chilotas estaban plagados de
brujos, "machis" y hechiceros. Contestó;
—Hijo mío: no es raro que los sacerdotes que le han oído
a usted lo que acaba de decir, lo hayan tomado por
loco y rehusado oír más. Nuestra religión condena
terminantemente tales prácticas y tales creencias. Yo,
como sacerdote, debo decirle que eso es grave
pecado; pero, como hombre, le digo que eso es una
estupidez y una mentira. No existe tal magia negra, ni
hay hombre alguno que pueda hacer algo que esté
fuera de las leyes de la naturaleza y de la voluntad
divina. Muchos hombres me han confesado lo mismo,
pero, emplazados para que pusieran en evidencia su
ciencia oculta, resultaron impostores groseros e
ignorantes. Solamente un desequilibrado o un tonto
puede creer en semejante patraña.
El discurso era fuerte y hubiera bastado para que
cualquier hombre de buena fe desistiera de sus
propósitos; pero, con gran sorpresa del padre Espinoza,
su discurso animó al hombre, que se puso de pie y
exclamó con voz contenida:
—¡Yo sólo pido a usted me permita demostrarle lo que le
confieso! Demostrándoselo, usted se convencerá y yo
estaré salvado. Si yo le propusiera hacer una prueba,
¿aceptaría usted, padre? —preguntó el hombre.
—Sé que perdería mi tiempo lamentablemente; pero
aceptaría.
—Muy bien —dijo el hombre—. ¿Qué quiere usted
que haga?
—Hijo mío, yo ignoro tus habilidades mágicas. Propon tú.
El hombre guardó silencio un momento,
reflexionando. Luego dijo:
—Pídame usted que le traiga algo que esté lejos, tan
lejos que sea imposible ir allá y volver en el plazo de un
día o dos. Yo se lo traeré en una hora, sin moverme de
aquí.
Una gran sonrisa de incredulidad dilató la fresca boca
del fraile Espinoza. ,
—Déjame pensarlo —respondió —y Dios me perdone el
pecado y la tontería que cometo.
El religioso tardó mucho rato en encontrar lo que se le
proponía. No era tarea fácil hallarlo. Primeramente
ubicó en Santiago la residencia de lo que iba a pedir y
luego se dio a elegir. Muchas cosas acudieron a su
recuerdo y a su imaginación, pero ninguna le servía
para el caso. Unas eran demasiado comunes, y otras
pueriles y otras muy escondidas, y era necesario elegir
una que, siendo casi única, fuera asequible. Recordó y
recorrió su lejano convento; anduvo por sus patios, por
sus celdas, por sus corredores y por su jardín; pero no
encontró nada especial. Pasó después a recordar
lugares que conocía en Santiago. ¿Qué pediría? Y
cuando, ya cansado, iba a decidirse por cualquiera de
los objetos entrevistos por sus recuerdos, brotó en su
memoria, como una flor que era, fresca, pura, con un
hermoso color rojo, una rosa del jardín de las monjas
Claras.
Una vez hacía poco tiempo, en un rincón de ese
jardín vio un rosal que florecía en rosas de un color
único. En ninguna parte había vuelto a ver rosas iguales
o parecidas, y no era fácil que las hubiera en Osorno.
Además, el hombre aseguraba que traería lo que el
pidiera, sin moverse de allí. Tanto daba pedirle una cosa
como otra. De todos modos no traería nada.
—Mira —dijo al fin—, en el jardín del convento de las
monjas Claras de Santiago, plantado junto a la muralla
que da hacia la Alameda, hay un rosal que da rosas de
un color granate muy lindo. Es el único rosal de esa
especie que hay allí... Una de esas rosas es lo que quiero
que me traigas.
El supuesto hechicero no hizo objeción alguna, ni por
el sitio en que se hallaba la rosa ni por la distancia a que
se encontraba. Preguntó únicamente:
—Encaramándose por la muralla, ¿ es fácil tomarla ?
—Muy fácil. Estiras el brazo y ya la tienes.
——Muy bien. Ahora, dígame: ¿hay en este convento
una pieza que tenga una sola puerta?
—Hay muchas.
—Lléveme usted a alguna de ellas.
El padre Espinoza se levantó de su asiento. Sonreía. La
aventura era ahora un juego extraño y divertido y, en
cierto modo, le recordaba los de su infancia. Salió
acompañado del hombre y lo guió hacia el segundo
patio, en el cual estaban las celdas de los religiosos. Lo
llevó a la que é!, ocupaba. Era una habitación de
medianas proporciones, de sólidas paredes; tenía una
ventana y una puerta. La ventana estaba asegurada
con una gruesa reja de fierro forjado y la puerta tenía
una cerradura muy firme. Allí había un lecho, una mesa
grande, dos imágenes y un crucifijo, ropas y objetos.
—Entra.
Entró el, hombre. Se movía con confianza y
desenvoltura; parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Te sirve esta pieza?
—Me sirve.
—Tú dirás lo que hay que hacer.
—En primer lugar, ¿qué hora es?
—Las tres y media.
El hombre meditó un instante, y dijo luego:
—Me ha pedido usted que le traiga una rosa del jardín
de las monjas Claras de Santiago y yo se la voy a traer
en el plazo de una hora. Para ello es necesario que yo
me quede solo aquí y que usted se vaya, cerrando la
puerta con llave y llevándose la llave. No vuelva hasta
dentro de una hora justa. A las cuatro y media, cuando
usted abra la puerta, yo fe entregaré !o que me ha
pedido.
El fraile Espinoza asintió en silencio, moviendo la
cabeza. Empezaba a preocuparse. El juego iba
tornándose interesante y misterioso, y la seguridad con
que hablaba y obraba aquel hombre le comunicaba a
él cierta intimidación respetuosa.
Antes de salir, dio una mirada detenida por toda la
pieza. Cerrando con llave la puerta, era difícil salir de
allí. Y aunque aquel hombre lograra salir, ¿qué
conseguiría con ello? No se puede hacer,
artificialmente, una rosa cuyo color y forma no se han
visto nunca. Y por otra parte, él rondaría toda esa hora
por los alrededores de su celda. Cualquier superchería
era imposible.
El hombre, de pie ante la puerta, sonriendo, esperaba
que el religioso se retirara.
Salió el padre Espinoza, echó llave a la puerta, se
aseguró que quedaba bien cerrada y guardándose la
llave en sus bolsillos, echó a andar tranquilamente.
Dio una vuelta alrededor del patio, y otra, y otra.
Empezaron a transcurrir lentamente los minutos, muy
lentamente; nunca habían transcurrido tan lentos los
sesenta minutos de una hora. Al principio, el padre
Espinoza estaba tranquilo. No sucedería nada. Pasado
el Tiempo que el hombre fijara como plazo, él abriría la
puerta y lo encontraría tal como lo dejara. No tendría
en sus manos ni la rosa pedida ni nada que se le
pareciera. Pretendería disculparse con algún pretexto
fútil, y él, entonces, le largaría un breve discurso, y el
asunto terminaría ahí. Estaba seguro. Pero, mientras
paseaba, se le ocurrió preguntarse:
—¿Qué estaría haciendo?
La pregunta lo sobresaltó. Algo estaría haciendo el
hombre, algo intentaría. Pero, ¿qué? La inquietud
aumentó. ¿Y si el hombre lo hubiera engañado y fueran
otras sus intenciones ? Interrumpió su paseo y durante un
momento procuró sacar algo en limpio, recordando al
hombre y sus palabras. ¿Si se tratara de un loco? Los
ojos ardientes y brillantes de aquel hombre, su
desenfado un sí es no es inconsciente, sus propósitos ...
Atravesó lentamente el patio y paseó a lo largo del
corredor en que estaba su celda. Pasó varias veces
delante de aquella puerta cerrada. ¿Qué estaría
haciendo el hombre ? En una de sus pasadas se detuvo
ante la puerta. No se oía nada, ni voces, ni pasos,
ningún ruido., Se acercó a la puerta y pegó su oído a la
cerradura. El mismo silencio. Prosiguió sus paseos, pero a
poco su inquietud y su sobresalto aumentaban. Sus
pasos se fueron acortando y, al final, apenas llegaban a
cinco o seis pasos de distancia de la puerta. Por fin, se
inmovilizó ante ella. Se sentía incapaz de alejarse de allí.
Era necesario que esa tensión nerviosa terminara pronto.
Si el hombre no hablaba, ni se quejaba, ni andaba, era
señal de que no hacía nada y no haciendo nada, nada
conseguiría. Se decidió a abrir antes de la hora
estipulada. Sorprendería al hombre y su triunfo sería
completo. Miró su reloj: faltaban aún veinticinco minutos
para las cuatro y media. Antes de abrir pegó
nuevamente su oído a la cerradura: ni un rumor. Buscó
la llave en sus bolsillos y colocándola en la cerradura la
hizo girar sin ruido. La puerta se abrió silenciosamente. .
Miró el fraile Espinoza hacia adentro y vio que el
hombre no estaba sentado ni estaba de pie: estaba
extendido sobre la mesa, con los pies hacia la puerta,
inmóvil.
Esa actitud inesperada lo sorprendió. ¿Qué haría el
hombre en aquella posición? Avanzó un paso, mirando
con curiosidad y temor el cuerpo extendido sobre la
mesa. Ni un movimiento. Seguramente su presencia no
habría sido advertida; tal vez el hombre dormía;
quizá estaba muerto... Avanzó otro-paso y entonces vio
algo que lo dejó tan inmóvil como aquel cuerpo. El
hombre no tenía cabeza.
Pálido, sintiéndose invadido por la angustia, lleno de
un sudor helado todo el cuerpo, el padre Espinoza
miraba, miraba sin comprender. Hizo un esfuerzo y
avanzó hasta colocarse frente a la parte superior del
cuerpo del individuo. Miró hacia el suelo, buscando en
el la desaparecida cabeza, pero en el suelo no había
nada, ni siquiera una mancha de sangre. Se acercó al
cercenado cuello. Estaba cortado sin esfuerzo, sin
desgarraduras, finamente. Se veían las arterias y los
músculos, palpitantes, rojos; los huesos blancos, limpios;
la sangre bullía allí, caliente y roja, sin derramarse,
retenida por una fuerza desconocida.
El padre Espinoza se irguió. Dio una rápida ojeada a
su alrededor, buscando un rastro, un indicio, algo que le
dejara adivinar lo que había sucedido. Pero la ,
habitación estaba como él la había dejado al salir; todo
en el mismo orden, nada revuelto y nada manchado de
sangre.
Miró su reloj. Faltaban solamente diez minutos para las
cuatro y media. Era necesario salir. Pero, antes de
hacerlo, juzgó que era indispensable dejar allí un
testimonio de su estada. Pero, ¿qué? Tuvo una idea:
buscó entre sus ropas y sacó de entre ellas un alfiler
grande, de cabeza negra, y al pasar junto al cuerpo
para dirigirse hacia la puerta lo hundió íntegro en la
planta de uno de los pies del hombre.
Luego cerró la puerta con llave y se alejó.
Durante los diez minutos siguientes el religioso se paseó
nerviosamente a lo largo del corredor, intranquilo,
sobresaltado; no quería dar cuenta a nadie de lo
sucedido; esperaría los diez minutos y, transcurridos
éstos, entraría de nuevo a la celda y si el hombre
permanecía en el mismo estado comunicaría a los
demás religiosos lo sucedido.
¿Estaría él soñando o se encontraría bajo el influjo de
una alucinación o de una poderosa sugestión? No, no lo
estaba. Lo que había acontecido hasta ese momento
era sencillo: un hombre s.e había suicidado de *una
manera misteriosa... Sí, ¿ pero dónde estaba la cabeza
del individuo? Esta pregunta lo desconcertó.
¿ Y por qué no había manchas de sangre ? Prefirió no
pensar más en ello; después se aclararía todo.
Las cuatro y media. Esperó aún cinco minutos más.
Quería darle tiempo al hombre. ¿Pero tiempo para qué,
si estaba muerto ? No lo sabía bien, pero en esos
momentos casi deseaba que aquel hombre le
demostrara su poder mágico. De otra manera, sería tan
estúpido, tan triste todo lo que había pasado...
* * *
Cuando el fraile Espinoza abrió la puerta, el hombre
no estaba ya extendido sobre la mesa, decapitado,
como estaba quince minutos antes. Parado frente a él,
tranquilo, con una fina sonrisa en los labios, le tendía,
abierta, la morena mano derecha. En la palma de ella,
como una pequeña y suave llama» había una fresca
rosa: la rosa del jardín de las monjas Claras.
—¿ Es esta la rosa que usted me pidió ?
El padre Espinoza no contestó; miraba al hombre. Este
estaba un poco pálido y demacrado. Alrededor de su
cuello se veía una línea roja, como una cicatriz reciente.
—Sin duda el Señor quiere hoy jugar con su siervo —
pensó.
Estiró la mano y cogió la rosa. Era una de las mismas
que él viera florecer en el pequeño jardín del convento
santiaguino. El mismo color, la misma forma, el mismo
perfume. ,
Salieron de la celda, silenciosos, el hombre y el
religioso. Este llevaba la rosa apretada en su mano y
sentía en la piel la frescura de los pétalos rojos. Estaba
recién cortada. Para el fraile habían terminado los
pensamientos, las dudas y la angustia. Sólo una gran
impresión lo dominaba y un sentimiento de confusión y
de desaliento inundaba su corazón.
De pronto advirtió que el hombre cojeaba:
—¿Por qué cojeas? —le preguntó, .i
—La rosa estaba apartada de la muralla. Para tomarla,
tuve que afirmar un pie en el rosal y, al hacerlo, una
espina me hirió el talón.
El fraile Espinoza lanzó una exclamación de triunfo:
—¡Ah! ¡Todo es una ilusión! Tú no has ido al jardín de las
monjas Claras ni te has pinchado el pie con una espina.
Ese dolor que sientes es el producido por un alfiler que
yo te clavé en el pie. Levántalo.
El hombre levantó el pie y el sacerdote, tomando de
la cabeza el alfiler, se lo sacó.
--¿No ves? No hay ni espina ni rosal. ¡Todo ha sido una
ilusión!
Pero el hombre contestó:
—Y la rosa que lleva usted en la mano, ¿también es
ilusión?
***
Tres días después, terminada la semana misionera, los
frailes capuchinos abandonaron Osorno. Seguían su ruta
a través de las selvas. Se separaron, abrazándose y
besándose. Cada uno tomó por su camino. El padre
Espinoza volvería hacia Valdivia. Pero ya no iba solo. A
su lado, montado en un caballo oscuro silencioso y
pálido, iba un hombre alto, nervioso, de ojos negros y
brillantes. Era el hombre de la rosa.
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