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lunes, 4 de abril de 2011
Nietzsche y San Pablo, Lawrence y Juan de Patmos (Gilles Deleuze)
No es el mismo, no puede ser el mismo... Lawrence irrumpe en la discusión erudita de quienes se preguntan si el Juan que escribió un evangelio y el Apocalipsis es el mismo.26 Lawrence interviene con argumentos muy pasionales, tanto más fuertes cuanto que implican un método de evaluación, una tipología: el mismo tipo de hombre no ha podido escribir evangelio y apocalipsis. Nada importa que cada uno de los textos sea en sí mismo complejo, o incluya elementos múltiples, y reúna tantas cosas diferentes. No se trata de dos individuos, de dos autores, sino de dos tipos de hombre, o de dos regiones del alma, de dos conjuntos del todo diferentes. El Evangelio es aristocrático, individual, suave, amoroso, decadente, bastante culto incluso. El Apocalipsis es colectivo, popular, inculto, rencoroso y salvaje. Habría que explicar cada uno de estos términos para evitar los contrasentidos. Pero ahora ya el evangelista y el apocalipsista no pueden ser el mismo. Juan de Patmos ni siquiera adopta la máscara del evangelista, ni la de Cristo, inventa otra, fabrica otra que, en nuestra opinión, desenmascara a Cristo, o bien se superpone a la de Cristo. Juan [56] de Patmos trabaja en el terror yla muerte cósmicos, mientras que el Evangelio y Cristo trabajan el amor humano, espiritual. Cristo inventaba una religión de amor (una práctica, una forma de vivir y no una creencia), el Apocalipsis aporta una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de juzgar. En vez del don de Cristo, una deuda infinita.
Es obvio que vale más leer el texto de Lawrence después de haber leído o releído el texto del Apocalipsis. Se comprende de golpe la actualidad del Apocalipsis, y la de Lawrence que la denuncia. Esta actualidad no consiste en correspondencias históricas del tipo Nerón = Hitler = Anticristo. Tampoco en el sentimiento suprahistórico de los fines del mundo y de los milenaristas, con su pánico atómico, económico, ecológico y de ciencia ficción. Si estamos inmersos en pleno Apocalipsis es más bien porque éste inspira en cada uno de nosotros formas de vivir, de sobrevivir y de juzgar. Es el libro de cada uno de los que se creen supervivientes. Es el libro de los zombis.
Lawrence está muy cerca de Nietzsche. Cabe suponer que Lawrence no habría escrito su texto sin el Anticristo de Nietzsche. El propio Nietzsche no era el primero. Ni siquiera lo era Spinoza. Bastantes «visionarios» han opuesto a Cristo como persona amorosa y el cristianismo como empresa mortuoria. No tratan a Cristo con una complacencia exagerada, pero experimentan la necesidad de no confundirlo con el cristianismo. En Nietzsche, se trata de la gran oposición entre Cristo y San Pablo: Cristo, el más suave, el más amoroso de los decadentes, una especie de Buda que nos liberaría de la dominación de los sacerdotes, y de toda idea de culpa, castigo, recompensa, juicio, muerte, y lo que viene después de la muerte; este hombre de la buena nueva fue sobrepasado por el negro y tenebroso San Pablo, manteniendo a Cristo en la cruz, devolviéndolo a ella sin cesar, haciéndolo resucitar, desplazando todo el centro de gravedad hacia la vida eterna, inventando un nuevo tipo de sacerdote más terrible aún que los anteriores, «su técnica de tiranía sacerdotal, su técnica de aglomeración: la creencia en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio».
Lawrence recupera la oposición, pero en este caso se trata de la de Cristo con el rojo y sangriento Juan de Patmos, el autor del Apocalipsis. Libro mortal de Lawrence puesto que antecede por poco a su roja muerte hemotísica, como el Anticristo, el desmoronamiento de Nietzsche. Antes de morir, un último «mensaje de alegría», una última buena nueva. No se trata de un Lawrence que habría imitado a Nietzsche. Más bien recoge una flecha, la de Nietzsche, y la dispara hacia otro lugar, tensada de otra manera, hacia otro cometa, a otro público: «La naturaleza dispara al filósofo entre la humanidad como una flecha; no apunta, pero espera que la flecha quede colgada en algún sitio.»27 Lawrence prueba de nuevo lo que intentó Nietzsche tomando a Juan Patmos y no ya a San Juan como blanco. Muchas cosas cambian, o se completan, de un intento a otro, e incluso lo que es común a ambos redunda en fuerza, en novedad. La empresa de Cristo es individual. El individuo no se opone tanto a la colectividad en sí; individual y colectivo se oponen en cada uno de nosotros como dos partes diferentes del alma. Pero Cristo apenas se dirige a lo colectivo que hay dentro de nosotros. Su problema «consistía más bien en deshacer el sistema colectivo del sacerdocio–Antiguo Testamento, del sacerdocio judío y a su poder, pero sólo para liberar de esta ganga inútil al alma individual. En cuanto al César, le dejaría su parte. En este sentido es aristocrático. Pensaba que una cultura del alma individual bastaría para alejar a los monstruos ocultos en el alma colectiva. Error político. Dejaba que nos las compusiéramos con el alma colectiva, con el César, fuera de nosotros y dentro de nosotros, con el Poder, fuera de nosotros y dentro de nosotros. Al respecto, nunca dejó de defraudar a sus apóstoles y a sus discípulos. Cabe incluso pensar que lo hizo deliberadamente. No quería un maestro, ni ayudar a sus discípulos (sólo amarlos, decía, ¿pero que ocultaba con ello?». «Nunca se mezcló con ellos de verdad, ni siquiera trabajó ni actuó con ellos. Estuvo solo siempre. Los intrigó de forma suprema, y, en una parte de ellos mismos, los dejó en la estacada. Rechazó ser su poderoso jefe físico: la necesidad de rendir tributo, interno a un hombre como Judas, se sintió traicionada, con lo que traicionó a su vez. Los apóstoles y discípulos se lo hicieron pagar a Cristo: negación, traición, falsificación, trucaje desvergonzado de la Nueva. Lawrence dice que el personaje principal del cristianismo es Judas. Y luego Juan de Patmos, y luego San Pablo. Lo que esgrimen es la protesta del alma colectiva, la parte despreciada por Cristo. Lo que el Apocalipsis esgrime es la reivindicación de los «pobres» o los «débiles», pues no son lo que se piensa, no son los humildes o los desdichados, sino esos hombres más que temibles que no tienen más alma que la colectiva. Entre las páginas más hermosas de Lawrence están las de la Oveja: Juan de Patmos anuncia el león de Judea, pero es una oveja lo que llega, una oveja cornuda que ruge como un león, que se ha vuelto singular- «¿No os dais cuenta de que lo que adoráis en realidad es el principio de Judas? Judas es el héroe de verdad, sin Judas el drama sería un fracaso...
Cuando la gente dice Cristo, quiere decir Judas. Le encuentra un sabor gustoso, y es que Jesús es pariente suyo...» (pág. 94) (Obras completas, Seix Barral, 1987).
mente astuta, tanto más cruel y terrorífica cuanto que se presenta como víctima sacrificada, y no ya como sacrificador o verdugo. Verdugo peor que los otros. «Juan insiste sobre una oveja que está ahí como inmolada, pero nunca se la ve inmolada, más bien se la ve inmolar a los hombres por millones; incluso al final, cuando aparece vestida con una victoriosa camisa ensangrentada, la sangre no es la suya...».30 El cristianismo será realmente el Anticristo; engendra hijos en la espalda, proporciona por la fuerza a Jesús un alma colectiva, da a cambio al alma colectiva un alma individual de superficie, la ovejita.
El cristianismo, y Juan de Patmos en primer lugar, han fundado un tipo de hombre nuevo, y un tipo de pensador que todavía perdura en la actualidad, que conoce un reino nuevo: la oveja carnívora, la oveja que muerde, y que grita «socorro, ¿qué os he hecho?, si era por vuestro bien y por nuestra causa común». Qué figura más curiosa, la del pensador moderno. Esas ovejas con piel de león, y con unos dientes demasiado grandes, ya ni siquiera necesitan el hábito del sacerdote, o, como decía Lawrence, del Ejército de Salvación: han conquistado muchos medios de expresión, muchas fuerzas populares.
Lo que quiere el alma colectiva es el poder. Lawrence no dice cosas sencillas, sería un error creer que ya estaba todo comprendido. El alma colectiva no quiere apoderarse sencillamente del poder, o sustituir al déspota. Por una parte, quiere destruir el poder, odia el poder y la fuerza, Juan de Patmos odia con toda su alma a César o el Imperio romano. Por otra, también quiere infiltrarse en todas las puertas del poder, desparramar los centros de poder, multiplicarlos por todo el universo: quiere un poder cosmopolita, pero no a la luz del día como el del Imperio, sino más bien en cada esquina y rincón, en cada hueco oscuro, en cada recoveco del alma colectiva.31 Final y principalmente, quiere un poder último que no apele a los dioses, sino que sea el de un Dios sin apelación, y que juzgue todos los demás poderes. El cristianismo no llega a un compromiso con el Imperio romano, lo transmuta.
Con el Apocalipsis, el cristianismo inventará una imagen completamente nueva del poder: el sistema del Juicio. El pintor Gustave Courbet (hay muchas similitudes entre Lawrence y Courbet) hablaba de personas que se despiertan en plena noche gritando «¡quiero juzgar, tengo que juzgar!». Voluntad de destruir, voluntad de introducirse en cada rincón, voluntad de ser la última palabra para siempre jamás: triple voluntad que no es sino una sola, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El poder cambia singularmente de naturaleza, de expresión, de distribución, de intensidad, de medios y de fin. Un contrapoder que sea al mismo tiempo un poder de los recovecos y un poder de [60] los últimos hombres. El poder ya tan sólo existe como la prolongada política de la venganza, la prolongada empresa de narcisismo del alma colectiva. Desquite y autoglorificación de los débiles, dice Lawrence–Nietzsche: incluso el asfodelfo griego se volverá narciso cristiano.32 Y qué detalles en la lista de las venganzas y de las glorias... Sólo hay una cosa que no cabe reprochar a los débiles, es la de no ser bastante duros, la de no estar bastante embebidos de su gloria y de su certeza.
Pero, para esta empresa del alma colectiva, habría que inventar una nueva raza de sacerdotes, un tipo nuevo, aunque sea enfrentándolo contra el sacerdote judío. Éste no poseía todavía la universalidad ni la ultimidad, era demasiado local y andaba aún esperando algo. El sacerdote cristiano tendrá que relevar al sacerdote judío, aunque sea a costa de que ambos se vuelvan contra Cristo. Someterán a Cristo a la peor de las prótesis: se le convertirá en el héroe del alma colectiva, se le obligará a devolver al alma colectiva lo que él jamás quiso darle. O mejor dicho el cristianismo le dará lo que él siempre aborreció, un Yo colectivo, un alma colectiva. Juan de Patmos pone todo su empeño en el asunto: «Siempre títulos de poder, nunca títulos de amor. Cristo siempre es el conquistador, todopoderoso, el destructor de espada resplandeciente, destructor de hombres hasta que la muerte alcance los estribos de los caballos. Jamás el Cristo salvador, jamás. El hijo del hombre del Apocalipsis baja a la tierra para traer un nuevo y terrible poder, mayor que el de cualquier Pompeyo, Alejandro o Ciro. Poder, terrorífico poder de disuasión... Algo que deja de una pieza...»33 Obligarán a Cristo a resucitar para ello, le pondrán inyecciones. A Él, que no juzgaba, y que no quería juzgar, lo convertirán en un engranaje esencial en el sistema del Juicio. Pues la venganza de los débiles o el nuevo poder se sitúa en el punto exacto cuando [61] el juicio, la abominable facultad, se convierte en la facultad dominante del alma. (Sobre el problema menor de una filosofía cristiana: sí, hay una filosofía cristiana, no en función de la creencia, sino desde el momento en que el juicio es considerado una facultad autónoma, que precisa a este respecto del sistema y la garantía de Dios.) El Apocalipsis ha ganado, nunca hemos conseguido salir del sistema del juicio. «Y vi unos tronos, y a los que se sentaron en ellos les fue dado el poder de juzgar.»
Al respecto, el procedimiento del Apocalipsis es fascinante. Los judíos habían inventado algo muy importante en el orden del tiempo, el destino diferido. En su ambición imperial, el pueblo elegido había fracasado, se había puesto en estado de espera, esperaba, se había vuelto «el pueblo del destino diferido». Esta situación se mantiene esencial a lo largo de todo el profetismo judío, y explica ya la presencia de ciertos elementos apocalípticos en los profetas. Pero lo nuevo del Apocalipsis estriba en que la espera se convierte en objeto de una programación maniática sin precedentes. El Apocalipsis es sin duda el primer gran libro–programa absolutamente espectacular. La pequeña y la gran muerte, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, la primera resurrección, el milenio, la segunda resurrección, el juicio final, bastan y sobran para colmar todas las expectativas y mantenerlas ocupadas. Una especie de Folies–Bergère, con ciudad celestial, y lago de azufre infernal. Todo el detalle pormenorizado de las desdichas, plagas y azotes reservados a los enemigos en el lago, y de la gloria de los elegidos en la ciudad, la necesidad de estos últimos de medir su gloria comparándola con las desdichas de los otros, todo eso irá minutando este prolongado desquite de los débiles. El ánimo de venganza introduce el programa en la espera («la venganza es un plato que...»). Hay que mantener ocupados a los que esperan. La espera debe estar organizada de principio a fin: las almas martirizadas que tienen que esperar a que los mártires formen un número suficiente antes de [62] que comience el espectáculo. Y la pequeña espera de media hora en la apertura del séptimo sello, la gran espera durante el milenio... Sobre todo es imprescindible que el Fin esté programado. «Tanta necesidad tenían de conocer el final como el inicio, nunca hasta entonces habían querido los hombres conocer el fin de la creación... Odio candente e innoble deseo del fin del mundo»...Hay aquí un elemento que como tal no pertenece al Antiguo Testamento, sino al alma colectiva cristiana, y que opone la visión apocalíptica y la palabra profética, el programa apocalíptico y el proyecto profético. Pues si el profeta espera, lleno ya de resentimiento, no por ello deja de seguir en el tiempo, en la vida, y espera un advenimiento. Y está esperando el advenimiento como algo imprevisible y nuevo, cuya presencia o gestación sólo conoce en el proyecto de Dios, mientras que el cristianismo ya sólo puede esperar un retorno, y el retorno de algo programado hasta el último detalle. En efecto, si Cristo ha muerto, el centro de gravedad se ha desplazado, ya no está en la vida, sino que ha pasado detrás de la vida, a una posvida.
El destino diferido cambia de sentido en el cristianismo, puesto que ya no sólo está diferido, sino posferido, situado después de la muerte, después de la muerte de Cristo y de la muerte de cada cual. «¿Hasta cuándo, Señor, santo y veraz, difieres hacer justicia y vengar nuestra sangre contra los que habitan en la tierra?... y se les dijo que descansasen en paz un poco de tiempo, en tanto que se cumplía el número de sus consiervos y hermanos que habían de ser martirizados también como ellos.»
«San Pablo se limitó a desplazar la gravedad de toda existencia detrás de esa existencia, en la mentira de Cristo resucitado. En el fondo, la vida del redentor no podía resultarle de ninguna utilidad, necesitaba la muerte en la cruz y alguna cosa más...» encontramos entonces ante la tarea de tener que llenar un tiempo monstruoso, prolongado, entre la Muerte y el Fin, la Muerte y la Eternidad. Sólo cabe llenarlo de visiones: «miré, y he aquí...», «y entonces vi...». La visión apocalíptica sustituye a la palabra profética, la programación al proyecto y a la acción, todo un teatro de fantasías sucede tanto a la acción de los profetas como a la pasión de Cristo.
Fantasías, fantasmas, expresión del instinto de venganza, arma de la venganza de los débiles. El Apocalipsis rompe con el profetismo pero sobre todo con la elegante inmanencia de Cristo, para quien la eternidad se experimentaba primero en la vida, sólo podía experimentarse en la vida («sentirse en el cielo»). Y sin embargo no resulta difícil mostrar en cada momento el fondo judío del Apocalipsis: no sólo el destino diferido, sino todo el sistema recompensa–castigo, pecado–perdón, la necesidad de que el enemigo tenga un sufrimiento prolongado, no sólo en su carne, sino en el espíritu, en pocas palabras el nacimiento de la moral, y la alegoría como expresión de la moral, como medio de moralización... Pero más interesantes resultan la presencia y la reactivación de un fondo pagano desviado en el Apocalipsis. Que el Apocalipsis sea un libro que contiene elementos dispares nada tiene de extraordinario, más habría que sorprenderse de un libro que no los contuviera en esa época. Lawrence no obstante distingue dos tipos de libros que contienen elementos dispares, o mejor dicho dos polos: en extensión, cuando un libro recupera muchos otros libros, de diferentes autores, de diferentes procedencias, tradiciones, etc.; o en profundidad, cuando a su vez está a caballo sobre varios estratos, los atraviesa, los mezcla si es necesario, haciendo aflorar un sustrato en el estrato más reciente, un libro– sondeo y no ya una síncresis. Un estrato pagano, uno judío y uno cristiano, eso es lo que marca las grandes partes del Apocalipsis, pese a que algún sedimento pagano acabe deslizándose en una falla del estrato cristiano, llenando un vacío cristiano (Lawrence analiza el famoso ejemplo del capítulo 12 del Apocalipsis, donde el mito pagano de un nacimiento divino, con la Madre astral y el gran dragón rojo, acaba colmando el vacío del nacimiento de Cristo).38 Una reactivación semejante del paganismo no es frecuente en la Biblia. Cabe imaginar que los profetas, los evangelistas, el propio San Pablo, eran unos expertos en lo que a astros, estrellas y cultos paganos se refiere; pero optaron por suprimir al máximo, por [64] recubrir ese estrato. Sólo hay un caso en el que los judíos tienen una necesidad absoluta de volver a ello, y es cuando se trata de ver, cuando tienen necesidad de ver, cuando la Visión recupera cierta autonomía respecto a la palabra. «Los judíos del periodo posterior a David no tenían ojos propiamente, tanto escrutaban a su Jehová que se quedaban ciegos, y luego miraban el mundo con los ojos de sus vecinos; cuando los profetas habían de tener visiones, éstas tenían que ser caldeas o asirías. Tomaban otros dioses prestados para ver a su propio Dios invisible.»39 Los hombres de la nueva Palabra tienen necesidad del antiguo ojo pagano. Cosa que ya es verdad en lo que a los elementos apocalípticos que surgen en los profetas se refiere. Ezequiel tiene necesidad de las ruedas agujereadas de Anaximandro («es un gran alivio encontrar las ruedas de Anaximandro en Ezequiel...»). Pero es el autor del Apocalipsis, el libro de las Visiones, es Juan de Patmos, el que más necesidad tiene de reactivar el fondo pagano, y el que está mejor situado para hacerlo. Juan conocía muy poco y mal a Jesús y los Evangelios, «pero al parecer era un experto en lo que al valor pagano de los símbolos se refiere, en tanto que difiere del valor judío o cristiano».
Y ahora Lawrence, con todo su horror por el Apocalipsis, y a través de este horror experimenta una oscura simpatía, incluso una especie de admiración hacia ese libro: precisamente porque es sedimentario y estratificado. Nietzsche también solía experimentar una fascinación especial por lo que percibía horrible y nauseabundo: «qué interesante», decía. No hay duda, Lawrence tiene simpatía por Juan de Patmos, lo encuentra interesante, tal vez el hombre más interesante, encuentra en él una exageración, y una presunción que no carecen de atractivo. Es que esos «débiles», esos hombres de resentimiento, que esperan su venganza, gozan de una dureza que han vuelto en su propio beneficio, en su propia gloria, pero que procede de otro sitio. Su incultura profunda, la exclusividad de un libro que adquiere para ellos la figura DEL libro —EL LIBRO, la Biblia y particularmente el Apocalipsis–,los hace aptos para abrirse ante el empuje de un estrato antiquísimo, de un sedimento secreto que los otros ya no quieren conocer. Por ejemplo. San Pablo todavía es un aristócrata: en absoluto como Jesús, sino otro tipo de aristócrata, demasiado culto para no saber reconocer, y por lo tanto borrar o reprimir, los sedimentos que podrían traicionar su programa.
¡Menudo el tratamiento de censura al que somete San Pablo el fondo pagano, y de selección el fondo judío! Tiene necesidad de un fondo judío revisado y corregido, convertido, pero necesita que el fondo pagano esté y permanezca oculto. Y posee la cultura suficiente para hacerlo, mientras que Juan de Patmos es un hombre del pueblo. Es una especie de minero gales inculto. Lawrence inicia su comentario del Apocalipsis con el retrato de esos mineros ingleses a los que tan bien conocía y que le maravillaron: duros, muy duros, dotados de un «sentido especial del poder bruto y salvaje», hombres religiosos por excelencia, en la venganza y la autoglorificación, esgrimiendo el Apocalipsis, organizando las tenebrosas veladas de los martes en las capillas metodistas primitivas.41 Su jefe natural no es el apóstol Juan ni San Pablo, sino Juan de Patmos. Son el alma colectiva y popular del cristianismo, mientras que San Pablo (y Lenin también, dirá Lawrence) es todavía un aristócrata que va al pueblo. Los mineros son expertos en estratos. No necesitan haber leído, pues en ellos es donde el fondo pagano ruge. Precisamente, se abren a un estrato pagano, lo despejan, hacen que venga a ellos, y se limitan a decir: es carbón, es Cristo. Efectúan la desviación de estrato más impresionante para hacer que sirva al mundo cristiano, mecánico y técnico. El Apocalipsis es una inmensa máquina, una organización ya industrial. Metrópolis. En virtud de su experiencia vivida, Lawrence toma a Juan de Patmos por un minero inglés, el Apocalipsis por una serie de grabados colgados en las paredes de la casa del minero, el espejo de un rostro popular, duro, despiadado y pío. Es la misma causa que la de San Pablo, el mismo propósito, pero no es en absoluto el mismo tipo de hombre, el mismo procedimiento ni la misma función, San Pablo director último, y Juan de Patmos obrero, el terrible obrero de la última hora. El jefe de empresa tiene que prohibir, censurar, seleccionar, mientras que el obrero puede martillar, alargar, comprimir, recuperar una materia... Por eso en la alianza Nietzsche–Lawrence no hay que considerar que la diferencia de blanco, San Pablo para uno, Juan de Patmos para el otro, sea anecdótica o secundaria. Determina una diferencia radical entre ambos libros. Lawrence recupera bien la flecha de Nietzsche, pero a su vez la manda de un modo completamente distinto, aunque acaben encontrándose los dos en el mismo infierno, demencia y hemotisis, ya que San Pablo y Juan de Patmos ocupan todo el cielo. Pero Lawrence recupera todo su desprecio, y su horror, por Juan de Patmos. Pues esta reactivación del mundo pagano, a veces incluso conmovedora y grandiosa en la primera parte del Apocalipsis, ¿de qué sirve, para qué se la utiliza en la segunda parte? No puede decirse que Juan aborrezca el paganismo: «Lo acepta casi con la misma naturalidad que su propia cultura hebraica, y con mucha más naturalidad que el nuevo espíritu cristiano, que le es ajeno.» Su enemigo no son los paganos, es el Imperio romano. Pero los paganos no son en absoluto los romanos, sino más bien los etruscos; ni siquiera lo son los griegos, son los hombres del Egeo, la civilización del Egeo. Pero, para garantizar una visión de la caída del Imperio romano, hay que agrupar, convocar, resucitar el Cosmos entero, hay que destruir el propio cosmos para que arrastre y entierre el Imperio romano debajo de sus escombros. Así es ese extraño desvío, ese extraño bies según el cual no se ataca directamente al enemigo: el Apocalipsis necesita una destrucción del mundo para sentar su poder último y su ciudad celeste, y sólo el paganismo le proporciona un mundo, un cosmos. Por lo tanto recuperará el cosmos pagano para acabar con él, para llevar a cabo su destrucción alucinatoria.
Lawrence define el cosmos de una forma muy sencilla: es la sede de los grandes símbolos vitales y de las conexiones vivas, la vida–más–que–personal. Las conexiones cósmicas serán sustituidas por los judíos por la alianza de Dios con el pueblo elegido; la vida supra –o infra– personal será sustituida por los cristianos por el pequeño vínculo personal del alma con Cristo; los símbolos judíos y cristianos serán sustituidos por la alegoría. Y ese mundo pagano, que sigue vivo pese a todo, que sigue viviendo con su potencia en el fondo de nosotros, el Apocalipsis lo halaga, lo invoca, lo hace subir a la superficie, pero para arreglarle las cuentas, para asesinarlo de verdad, ni siquiera por odio directo, sino porque tiene necesidad de él como medio. El cosmos ya había padecido muchas derrotas, pero con el Apocalipsis acaba muriendo.
Cuando los paganos hablaban del mundo, lo que les interesaba eran siempre los inicios y los saltos de un ciclo a otro; pero ahora ya no queda más que un fin, al término de una larga línea plana, y, necrófilos, sólo nos interesa ese fin, siempre y cuando sea definitivo. Cuando los paganos, los presocráticos, hablaban de destrucción, siempre la consideraban una injusticia, fruto del exceso de un elemento respecto a otro, y lo injusto era ante todo lo destructor. Pero ahora a la destrucción se la llama justa, y a la voluntad de destruir se la llama Justicia y Santidad. Es la aportación del Apocalipsis: ¡a los romanos ya ni se les reprocha que sean unos destructores, ni se les guarda rencor por esa razón que sin embargo sería una buena razón, se le reprocha a la Roma–Babilonia ser una rebelde, una sublevada, albergar a sublevados, gentes humildes o importantes, pobres o ricas!
Destruir, y destruir a un enemigo anónimo, intercambiable, a un enemigo cualquiera, se ha convertido en el acto más esencial de la nueva justicia. Definir al enemigo cualquiera como aquel que no es conforme con el orden de Dios. Resulta extraño cómo, en el Apocalipsis, todo el mundo tendrá que ser marcado, llevará una marca en la frente o en la mano, marca de la Bestia o de Cristo; y la Oveja marcará a 144.000 personas, y la Bestia... Cada vez que se ha programado una ciudad radiante, sabemos perfectamente que se trata de una forma de destruir el mundo, de volverlo «inhabitable», y de levantar la veda del enemigo [68] cualquiera.42 Tal vez no haya muchas similitudes entre Hitler y el Anticristo, pero abundan por el contrario entre la Nueva Jerusalén y el futuro que se nos augura, no sólo en la ciencia ficción, sino más bien en la planificación militar–industrial del Estado mundial absoluto. El Apocalipsis no es el campo de concentración (Anticristo), es la gran seguridad militar, policial y civil del nuevo Estado (Jerusalén celeste). La modernidad del Apocalipsis no estriba en las catástrofes anunciadas, sino en la autoglorificación programada, la institución de la gloria de la Nueva Jerusalén, la instauración demente de un poder último, judicial y moral. Terror arquitectónico de la Nueva Jerusalén, con su muralla, su calle Mayor de cristal, «y la ciudad no necesita sol ni luna para iluminarla..., y nada mancillado penetrará en ella, sino sólo aquellos que están inscritos en el libro de la vida de la Oveja». Involuntariamente, el Apocalipsis nos persuade al menos de que lo más terrible no es el Anticristo, sino esta nueva ciudad descendida del cielo, la ciudad santa «preparada como una esposa adornada para su esposo». Cada lector un poco sano del Apocalipsis se siente ya en el lago sulfuroso.
Entre las páginas más hermosas de Lawrence se cuentan pues las que se refieren a esta reactivación del mundo pagano, pero en unas condiciones tales que los símbolos vitales están en plena decadencia, y todas sus conexiones vivas cortadas. «La mayor falsificación literaria», decía Nietzsche. La fuerza de Lawrence cuando analiza los temas precisos de esta decadencia, de esta falsificación en el Apocalipsis (nos limitaremos a señalar unos puntos concretos):
1. La transformación del infierno. Precisamente, entre los paganos el infierno no está separado, depende de la transformación de los elementos en un ciclo: cuando el fuego se vuelve [69] demasiado fuerte para las aguas dulces, las quema, y el agua produce la sal como el hijo de la injusticia que la corrompe y la vuelve amarga. El infierno es el aspecto malo del agua subterránea. Si acoge a los injustos se debe a que él mismo es el efecto de una injusticia elemental, un avatar de los elementos.
Pero la idea de que el infierno esté separado en sí mismo, de que exista por sí mismo, y de que sea una de las dos expresiones de la justicia última, todo eso tendrá que esperar la llegada del cristianismo: «incluso los antiguos infiernos judíos de Sheol y de Gehen eran unos lugares relativamente suaves, Hades incómodos, pero desaparecieron con la Nueva Jerusalén», en beneficio de una «balsa de azufre incandescente por naturaleza», donde las almas se abrasan para siempre jamás.43 Incluso el mar, para mayor seguridad, será vertido en la balsa de azufre: así desaparecerán las conexiones de todos los tipos.
2. La transformación de los jinetes. Tratar de volver a encontrar qué es un caballo verdaderamente pagano, qué conexiones establece entre unos colores, unos temperamentos, unas naturalezas astrales, unas partes del alma como jinetes: no hay que limitarse a la vista, sino a la simbiosis vivida hombre–caballo. El blanco, por ejemplo, es asimismo la sangre, que actúa como pura luz blanca, mientras que el rojo es sólo la vestidura de la sangre, proporcionada por la bilis. Amplio cruce de líneas, de planos y de relaciones.44 Pero con el cristianismo el caballo no es ya más que un transporte al que se le dice «¡ven!», y transporta abstracciones.
3. La transformación de los colores y el dragón. Lawrence desarrolla un devenir de los colores bellísimo. Pues el dragón más antiguo es rojo, rojo y oro, extendido en espiral en el cosmos o acurrucado sobre la columna vertebral del hombre. Pero cuando llega el momento de su ambigüedad (¿será bueno?, ¿será malo?) se mantiene rojo todavía para el hombre, [70] mientras que el buen dragón cósmico se ha vuelto verde traslúcido en medio de las estrellas, como una brisa de primavera.
El rojo se ha vuelto peligroso para el hombre (no hay que olvidar que Lawrence escribía entre sus esputos de sangre). Pero por último el dragón se torna blanco, un blanco sin color, el blanco sucio de nuestro logos, una especie de gusano gordo y gris. ¿Cuándo se transmuta el oro en moneda? Precisamente cuando deja de ser el oro rojo del primer dragón, cuando el dragón adquiere este color de cartón piedra de la pálida Europa.45
4. La transformación de la mujer. El Apocalipsis asimismo tributa un homenaje fugaz a la Abuela cósmica, envuelta en el sol y con la luna bajo sus pies. Pero está ahí plantada, al margen de cualquier conexión. Y su hijo le es arrancado, «robado hacia Dios»; a ella la mandan al desierto, del que no saldrá más que bajo forma invertida de ramera de Babilonia: todavía espléndida, sentada sobre su dragón rojo, condenada a la destrucción. Diríase que a la mujer no le queda más elección: o bien ser la ramera sobre el dragón, o bien volverse la presa de «todas las pequeñas serpientes grises de la pena y de la vergüenza modernas» (como dice Lawrence, la mujer actual está llamada a hacer con su vida «algo que valga la pena», a extraer lo mejor de lo peor sin pensar que todavía es peor; por ese motivo la mujer adquiere una forma curiosamente policial, «la mujer policía» moderna.46 Pero el Apocalipsis ya había transformado las potencias angélicas en policías singulares.
5. La transformación de los gemelos. Y el mundo pagano no sólo se componía de conjunciones vivas, comportaba fronteras, umbrales y puertas, disyunciones, para que algo pasase entre dos cosas, o para que una sustancia pasase de un estado a otro, o se alternara con otro, evitando las mezclas peligrosas. Los gemelos tienen precisamente este papel de disyuntores: amos de los vientos y de la lluvia, porque abren las puertas del cielo; hijos del trueno porque atraviesan las nubes; guar–[71]dianes de la sexualidad, porque mantienen la separación a través de la cual se insinúa el nacimiento, y hacen que se alternen el agua y la sangre, esquivando el punto mortal en el que todo se mezclaría sin medida. Por lo tanto los gemelos son los amos de los flujos y de su paso, de su alternancia y de su disyunción.47 Por este motivo necesita el Apocalipsis mandarlos matar, y luego subirlos al cielo, no para que el mundo pagano conozca su propia desmesura, sino para que la mesura le venga de fuera como una sentencia de muerte.
6. La transformación de los símbolos en metáforas y alegorías. El símbolo es potencia cósmica concreta. La conciencia popular, hasta en el Apocalipsis, conserva cierto sentido del símbolo pese a adorar el Poder bruto. Y no obstante qué diferencias entre la potencia cósmica y la idea de un poder último... Lawrence esboza algunos rasgos del símbolo sucesivamente. Hay un proceso dinámico para la ampliación, la profundización, la extensión de la conciencia sensible, hay un devenir cada vez más consciente, por oposición a la cerrazón de la conciencia moral sobre la idea fija alegórica. Hay un método de Afecto, intensivo, una intensidad acumulativa, que indica el umbral de una sensación, el despertar de un estado de conciencia: el símbolo no quiere decir nada, no hay que explicarlo ni interpretarlo, contrariamente a la conciencia intelectual de la alegoría. Hay un pensamiento rotativo, en el que un grupo de imágenes gira cada vez más deprisa alrededor de un punto misterioso, por oposición a la cadena lineal alegórica. Pensemos en la pregunta de la esfinge: «¿Qué es lo que primero anda con cuatro patas, luego con dos, y por último con tres?»
47 Apocalypse, cap. XVI, pág. 151.
Es más bien estúpida si vemos en ella tres partes concatenadas cuyarespuesta es el Hombre. Pero se hace más interesante si percibimos tres grupos de imágenes que giran alrededor del punto más misterioso del hombre, las imágenes del niño–animal, luego las de la criatura de dos patas, simio, pájaro o rana, y luego las de la bestia desconocida de tres patas, [72] de allende los mares y los desiertos. Y en eso consiste, precisamente, el símbolo rotativo: no tiene principio ni fin, no nos lleva a ninguna parte, no llega a ninguna parte, sobre todo no tiene punto final, ni siquiera etapas. Siempre está en medio, en medio de las cosas, entre las cosas. Sólo tiene un medio, unos medios cada vez más profundos.
El símbolo es maelström, nos hace girar hasta producir ese estado intenso del que surge la solución, la decisión. El símbolo es un proceso de acción y de decisión; en este sentido se vincula con el oráculo que proporcionaba imágenes de turbulentos torbellinos. Pues de este modo tomamos una decisión verdadera: cuando giramos dentro de nosotros mismos, sobre nosotros mismos, cada vez más y más deprisa, «hasta que se forma un centro y no sabemos qué hacer». Es lo contrario de nuestro pensamiento alegórico: éste ya no es un pensamiento activo, sino un pensamiento que incesantemente remite o difiere. Ha sustituido el poder de decisión por el poder de juicio. Así, exige un punto final como un juicio final. Y pone puntos provisionales entre cada frase, entre cada fase, entre cada segmento, como otras tantas etapas en la senda que prepara la llegada. Sin duda debido a la vista, al libro y a la lectura, hemos desarrollado esa afición por los puntos, por las líneas segmentarizadas, por los inicios, por los finales y por las etapas. La vista es el sentido que nos separa, la alegoría es visual, mientras que el símbolo convoca y reúne todos los demás sentidos. Cuando el libro todavía es un rollo, tal vez conserve una potencia de símbolo. Pero, precisamente, ¿cómo explicar esa cosa tan insólita, que el libro de los siete sellos sea supuestamente un rollo, y que no obstante los sellos se vayan rompiendo sucesivamente, por etapas, hasta ese punto tiene necesidad el Apocalipsis de ir poniendo puntos, instalando segmentos por doquier? El símbolo, por su parte, consta de conexiones y de disyunciones físicas, e, incluso cuando nos encontramos ante una disyunción, ésta se produce de tal modo que algo sigue pasando por la separación, sustancia o flujo. Pues el símbolo es el pensamiento de los flujos, contrariamente al proceso intelectual y lineal del pensamiento alegórico: «La mente moderna aprehende partes, [73] briznas y pedazos, y pone un punto al final de cada frase, mientras que la conciencia sensible aprehende un conjunto en tanto que corriente o flujo.» El Apocalipsis revela su propio fin: desconectarnos del mundo y de nosotros mismos.48
Exit el mundo pagano. El Apocalipsis lo ha hecho aflorar por última vez para destruirlo para siempre. Tenemos que volver al otro eje: no la oposición del Apocalipsis con el mundo pagano, sino aquella, del todo distinta, del Apocalipsis con Cristo como persona. Cristo había inventado una religión de amor, es decir una cultura aristocrática de la parte individual del alma; el Apocalipsis inventa una religión de Poder, es decir un culto terrible y popular de la parte colectiva del alma. El Apocalipsis hace un yo colectivo a Cristo, le da un alma colectiva, y todo cambia. Transmutación del impulso de amor en empresa de venganza, de Cristo evangélico en Cristo apocalíptico (el hombre de la espada entre los dientes). De ahí la importancia de la advertencia de Lawrence: no es el mismo Juan el que escribe un evangelio y el que escribe el Apocalipsis. Y, no obstante, tal vez estén más unidos que si fuera el mismo. Y los dos Cristos están más unidos que si fueran el mismo: «las dos caras de una misma medalla». Para explicar esta complementariedad, ¿basta con decir que Cristo había descuidado «personalmente» el alma colectiva y le había dejado el campo libre? ¿O bien existe alguna razón más profunda, más abominable? Lawrence se mete de cabeza en un asunto harto complejo: le parece que la razón del vuelco, de la desfiguración, no depende de una mera negligencia, sino que hay que buscarla ya en el amor de Cristo, en la forma que tenía de amar. Y que eso es lo que ya era horrible, la forma que tenía Cristo de amar. Eso es lo que iba a permitir que una religión de Poder sustituyera a la religión de amor. Había en el amor de Cristo una especie de identificación abstracta, o, peor aún, unas ansias de dar sin tomar nada a cambio. Cristo no quería responder a las expectativas de sus discípulos, y aun así no quería quedarse con nada, ni siquiera con la parte inviolable de sí mismo. Algo había de suicida.
Lawrence escribe una novela, L’homme qui était mort (El hombre que había muerto), poco antes de su texto sobre el Apocalipsis: imagina a Cristo resucitado («me han desclavado demasiado deprisa»), pero también asqueado, diciéndose «esto nunca más». Descubierto por Magdalena, que desea dárselo todo, percibe en la mirada de la mujer un brillo tenue de triunfo, en su voz un tono de triunfo en el que se reconoce a sí mismo. Pero se trata del mismo brillo, del mismo tono de aquellos que toman sin dar.
En el ardor de Cristo y en la codicia cristiana, en la religión de amor y la religión de poder, hay la misma fatalidad: «He dado más de lo que he tomado, y también eso es miseria y vanidad. No es más que otra muerte... Sabía ahora que el cuerpo resucita para dar y para tomar, para tomar y para dar, sin codicia.» En toda su obra, Lawrence tiende hacia esta tarea: diagnosticar, perseguir el diminuto brillo de maldad dondequiera que esté, en quienes toman sin dar, o quienes dan sin tomar: Juan de Patmos y Cristo.
Entre Cristo, San Pablo y Juan de Patmos, la cadena se cierra: Cristo, aristócrata, artista del alma individual, y que desea dar esta alma; Juan de Patmos, el obrero, el minero, que reivindica el alma colectiva y que desea cogerlo todo; y San Pablo para cerrar el vínculo, una especie de aristócrata que va hacia el pueblo, una especie de Lenin que se dispone a dar al alma colectiva una organización, hará una «oligarquía de los mártires», da a Cristo unos objetivos, y medios al Apocalipsis. ¿No era todo eso acaso necesario para conformar el sistema del juicio?
Suicidio individual y suicidio de masa, con autoglorificación por todos los lados. Muerte, muerte, así es el juicio. Entonces, salvar el alma individual, y también el alma colectiva, ¿pero cómo? Nietzsche concluía el Anticristo con su célebre Ley contra el Cristianismo. Lawrence concluye su comentario del Apocalipsis con la gran escena de Cristo con Magdalena («Y en su corazón, sabía que jamás iría a vivir a su casa. Pues un resplandor de triunfo había brillado en su mirada, el ardor de dar... El horror de toda la vida que había conocido cayó de nuevo sobre él»). Escena análoga en La verge d’Aaron, Gallimard, cap. XII, cuando Aarón va a reencontrarse con su mujer, y sale huyendo de nuevo, aterrorizado por el brillo en sus ojos (Obras completas, Seix Barral, 1987). 81 una especie de manifiesto, lo que en otro lugar llama una «letanía de exhortaciones»:51 Dejar de amar. Oponer al juicio de amor «una decisión que el amor no podrá vencer». Llegar al punto en el que no se puede dar más, como tampoco tomar más, en el que se sabe que no se va a «dar» absolutamente nada más, el punto de Aarón o de L’homme qui était mort, pues el problema se ha desplazado a otro lugar, construir las orillas entre las cuales puede una corriente fluir, separarse o conjugarse.52 No amar más, no darse más, no tomar más. Salvar así la parte individual de uno mismo. Pues el amor no es la parte individual, no es el alma individual: es más bien lo que hace que el alma individual se convierta en un Yo. Pero un yo, es algo que hay que dar o tomar, que desea amar o ser amado, es una alegoría, una imagen, un Sujeto, no es una relación verdadera. El yo no es una relación, es un reflejo, es el brillo diminuto que hace el sujeto, el brillo de triunfo en la mirada (el «maldito secretito»), dice a veces Lawrence. Adorador del sol, Lawrence no obstante dice que el resplandor del sol en la hierba no basta para hacer una relación. Saca de ello una concepción de la pintura y de la música. Lo que es individual es la relación, es el alma, no el yo. El yo tiene tendencia a identificarse con el mundo, pero es ya la muerte, mientras que el alma extiende el hilo de sus «simpatías» y «antipatías» vivas.53 Dejar [76] de pensarse como un yo, para vivirse como un flujo, un conjunto de flujos, en relación con otros flujos, fuera y dentro del Su aislamiento intrínseco era el centro mismo de su ser, si rompía esta soledad central, todo se habría roto. Ceder, ésa era la gran tentación, y era el sacrificio final...») y pág. 154 («Para empezar había que estar perfectamente solo, era el único camino hacia una armonía final y vital, estar solo en una soledad perfecta, acabada...»).
82 propio ser. Incluso la rareza es un flujo, incluso el agotamiento del caudal, incluso la muerte pueden convertirse en flujos. Sexual y simbólico, tanto da, en efecto, nunca han querido decir otra cosa: la vida de las fuerzas o de los flujos.54 Hay en el yo una tendencia a aniquilarse que encuentra una pendiente en Cristo, y una llegada en el budismo: de ahí la desconfianza de Lawrence (o de Nietzsche) respecto a Oriente. El alma como vida de los flujos es querer–vivir, lucha y combate. No sólo la disyunción, sino la conjunción de los flujos también es lucha y combate, abrazo. Todo acuerdo es disonante. Lo contrario de la guerra: la guerra es el aniquilamiento general que exige la participación del yo, pero el combate rechaza la guerra, es conquista del alma. El alma recusa a aquellos que quieren la guerra porque la confunden con la lucha, pero también a aquellos que renuncian a la lucha porque la confunden con la guerra: el cristianismo militante y Cristo pacifista. La parte inalienable del alma aparece cuando se ha dejado de ser un yo: hay que conquistar esta parte eminentemente fluida, vibrante, combatiente.
El problema colectivo consiste entonces en instaurar, encontrar o recuperar el máximo de conexiones. Pues las conexiones (y las disyunciones) son precisamente la física de las relaciones, el cosmos. Hasta la disyunción es física, sólo está como las dos orillas, para permitir el paso de los flujos, o su alternancia. Pero nosotros... nosotros como máximo vivimos en una «lógica» de las relaciones (Lawrence y Russell 53 Lawrence, Études sur la littérature classique américaine, Seuil, págs. 216–218 (Obras completas, Seix Barral, 1987). 54 Sobre la concepción de los flujos, y de la sexualidad consiguiente, vid. uno de los últimos textos de Lawrence, «Nos necesitamos unos a otros» (1930), en Eros et les chiens, Bourgois (Obras completas, Seix Barral, 1987).
La disyunción la convertimos en un «o, o». La conexión en una relación de causa efecto, o de principio consecuencia. Del mundo físico de los flujos abstraemos un reflejo, un doble exangüe, compuesto por sujetos, objetos, predicados, relaciones lógicas. Extraemos de este modo el sistema [77] del juicio. No se trata de enfrentar sociedad y naturaleza, artificial y natural. Poco importan los artificios. Pero cada vez que una relación física sea traducida en vinculaciones lógicas, el símbolo en imágenes, el flujo en segmentos, habrá que decir que el mundo ha muerto, y que el alma colectiva a su vez está encerrada en un yo, sea éste el del pueblo o el del déspota. Son las «falsas conexiones», que Lawrence opone a la Physis. Lo que hay que reprochar al dinero, siguiendo la crítica que de él hace Lawrence, exactamente igual que al amor, no es que sea un flujo, sino que sea una falsa conexión que reduce a moneda sujetos y objetos: cuando el oro se vuelve moneda...55 No hay retorno a la naturaleza, sólo hay un problema político del alma colectiva, las conexiones de las que una sociedad es capaz, los flujos que soporta, inventa, deja o hace pasar. Pura y simple sexualidad, sí, si se entiende con ello la física individual y social de las relaciones, por oposición a una lógica asexuada. Como los que tienen genio, Lawrence muere plegando cuidadosamente sus ínfulas, guardándolas cuidadosamente (suponía que así lo había hecho Cristo), y dando vueltas alrededor de esta idea, de esta idea... 55 Apocalypse, cap. XXIII, pág. 210. Este problema de las conexiones falsas y verdaderas es el que estimula el pensamiento político de Lawrence, especialmente en Eros et les chiens, y en Corps social, Bourgois.
Los gallinazos sin plumas (Julio Ramón Ribeyro)
A las seis de la mañana la ciudad se levanta de puntillas y comienza a dar sus primeros pasos. Una fina niebla disuelve el perfil de los objetos y crea como una atmósfera encantada. Las personas que recorren la ciudad a esta hora parece que están hechas de otra sustancia, que pertenecen a un orden de vida fantasmal. Las beatas se arrastran penosamente hasta desaparecer en los pórticos de las iglesias. Los noctámbulos, macerados por la noche, regresan a sus casas envueltos en sus bufandas y en su melancolía. Los basureros inician por la avenida Pardo su paseo siniestro, armados de escobas y de carretas. A esta hora se ve también obreros caminando hacia el tranvía, policías bostezando contra los árboles, canillitas morados de frío, sirvientas sacando los cubos de basura. A esta hora, por último, como a una especie de misteriosa consigna, aparecen los gallinazos sin plumas.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
–¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
–¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesa los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
–A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
–Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
–¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
–¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
–Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
–¡Bravo! –exclamó don Santos–. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir ]a pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio e había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero Don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
–Dentro de veinte o treinta días vendré por acá –decía el hombre–. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
–¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
–Tiene una herida en el pie –explicó Enrique–. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
–¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
–¡Pero si le duele! –intervino Enrique–. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
–Y ¿a mí? –preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo–. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo... ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
–¡No podía más! –dijo Enrique al abuelo–. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
–Bien, bien –dijo, rascándose la barba rala, y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto–. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!
Cerca del mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
–Lo encontré en el muladar –explicó Enrique– y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
–¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
–¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
–¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
–Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
–No come casi nada..., mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
–¡Pascual, Pascual... Pascualito! –cantaba el abuelo.
–Tú te llamarás Pedro –dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
–Te he traído este regalo, mira –dijo mostrando al perro–. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
–¿Y el abuelo? –preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
–El abuelo no dice nada– suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
–¡Pascual, Pascual... Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
–¡Mugre, nada más que mugre! –repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
–¿Y tú también? –preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
–¡Está muy mal engañarme de esta manera! –plañía–. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
–¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
–¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación, pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
–¿Si se muere de hambre –gritaba– será por culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
–¡Arriba, arriba, arriba! –los golpes comenzaron a llover–. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!...
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
–¡A Efraín no! ¡El no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
–Ahora mismo... al muladar... lleva los dos cubos, cuatro cubos...
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
–Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
–¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
–Pedro... Pedro...
–¿Qué pasa?
–Pedro ha mordido al abuelo... el abuelo cogió la vara... después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
–¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
–¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
–¡No! –gritó Enrique tapándose los ojos–. ¡No, no! –y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
–¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
–¡Voltea! –gritó–. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
–¡Toma! –chilló Enrique, y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
–¡A mí, Enrique, a mí!...
–¡Pronto! –exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano–. ¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
–¿Adónde? –preguntó Efraín.
–¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
–¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.
A esta hora el viejo don Santos se pone la pierna de palo y sentándose en el colchón comienza a berrear:
–¡A levantarse! ¡Efraín, Enrique! ¡Ya es hora!
Los dos muchachos corren a la acequia del corralón frotándose los ojos legañosos. Con la tranquilidad de la noche el agua se ha remansado y en su fondo transparente se ven crecer yerbas y deslizarse ágiles infusorios. Luego de enjuagarse la cara, coge cada cual su lata y se lanzan a la calle. Don Santos, mientras tanto, se aproxima al chiquero y con su larga vara golpea el lomo de su cerdo que se revuelca entre los desperdicios.
–¡Todavía te falta un poco, marrano! Pero aguarda no más, que ya llegará tu turno.
Efraín y Enrique se demoran en el camino, trepándose a los árboles para arrancar moras o recogiendo piedras, de aquellas filudas que cortan el aire y hieren por la espalda. Siendo aún la hora celeste llegan a su dominio, una larga calle ornada de casas elegantes que desemboca en el malecón.
Ellos no son los únicos. En otros corralones, en otros suburbios alguien ha dado la voz de alarma y muchos se han levantado. Unos portan latas, otros cajas de cartón, a veces sólo basta un periódico viejo. Sin conocerse forman una especie de organización clandestina que tiene repartida toda la ciudad. Los hay que merodean por los edificios públicos, otros han elegido los parques o los muladares. Hasta los perros han adquirido sus hábitos, sus itinerarios, sabiamente aleccionados por la miseria.
Efraín y Enrique, después de un breve descanso, empiezan su trabajo. Cada uno escoge una acera de la calle. Los cubos de basura están alineados delante de las puertas. Hay que vaciarlos íntegramente y luego comenzar la exploración. Un cubo de basura es siempre una caja de sorpresas. Se encuentran latas de sardinas, zapatos viejos, pedazos de pan, pericotes muertos, algodones inmundos. A ellos sólo les interesa los restos de comida. En el fondo del chiquero, Pascual recibe cualquier cosa y tiene predilección por las verduras ligeramente descompuestas. La pequeña lata de cada uno se va llenando de tomates podridos, pedazos de sebo, extrañas salsas que no figuran en ningún manual de cocina. No es raro, sin embargo, hacer un hallazgo valioso. Un día Efraín encontró unos tirantes con los que fabricó una honda. Otra vez una pera casi buena que devoró en el acto. Enrique, en cambio, tiene suerte para las cajitas de remedios, los pomos brillantes, las escobillas de dientes usadas y otras cosas semejantes que colecciona con avidez.
Después de una rigurosa selección regresan la basura al cubo y se lanzan sobre el próximo. No conviene demorarse mucho porque el enemigo siempre está al acecho. A veces son sorprendidos por las sirvientas y tienen que huir dejando regado su botín. Pero, con más frecuencia, es el carro de la Baja Policía el que aparece y entonces la jornada está perdida.
Cuando el sol asoma sobre las lomas, la hora celeste llega a su fin. La niebla se ha disuelto, las beatas están sumidas en éxtasis, los noctámbulos duermen, los canillitas han repartido los diarios, los obreros trepan a los andamios. La luz desvanece el mundo mágico del alba. Los gallinazos sin plumas han regresado a su nido.
Don Santos los esperaba con el café preparado.
–A ver, ¿qué cosa me han traído?
Husmeaba entre las latas y si la provisión estaba buena hacía siempre el mismo comentario:
–Pascual tendrá banquete hoy día.
Pero la mayoría de las veces estallaba:
–¡Idiotas! ¿Qué han hecho hoy día? ¡Se han puesto a jugar seguramente! ¡Pascual se morirá de hambre!
Ellos huían hacia el emparrado, con las orejas ardientes de los pescozones, mientras el viejo se arrastraba hasta el chiquero. Desde el fondo de su reducto el cerdo empezaba a gruñir. Don Santos le aventaba la comida.
–¡Mi pobre Pascual! Hoy día te quedarás con hambre por culpa de estos zamarros. Ellos no te engríen como yo. ¡Habrá que zurrarlos para que aprendan!
Al comenzar el invierno el cerdo estaba convertido en una especie de monstruo insaciable. Todo le parecía poco y don Santos se vengaba en sus nietos del hambre del animal. Los obligaba a levantarse más temprano, a invadir los terrenos ajenos en busca de más desperdicios. Por último los forzó a que se dirigieran hasta el muladar que estaba al borde del mar.
–Allí encontrarán más cosas. Será más fácil además porque todo está junto.
Un domingo, Efraín y Enrique llegaron al barranco. Los carros de la Baja Policía, siguiendo una huella de tierra, descargaban la basura sobre una pendiente de piedras. Visto desde el malecón, el muladar formaba una especie de acantilado oscuro y humeante, donde los gallinazos y los perros se desplazaban como hormigas. Desde lejos los muchachos arrojaron piedras para espantar a sus enemigos. El perro se retiró aullando. Cuando estuvieron cerca sintieron un olor nauseabundo que penetró hasta sus pulmones. Los pies se les hundían en un alto de plumas, de excrementos, de materias descompuestas o quemadas. Enterrando las manos comenzaron la exploración. A veces, bajo un periódico amarillento, descubrían una carroña devorada a medios. En los acantilados próximos los gallinazos espiaban impacientes y algunos se acercaban saltando de piedra en piedra, como si quisieran acorralarlos. Efraín gritaba para intimidarlos y sus gritos resonaban en el desfiladero y hacían desprenderse guijarros que rodaban hacía el mar. Después de una hora de trabajo regresaron al corralón con los cubos llenos.
–¡Bravo! –exclamó don Santos–. Habrá que repetir esto dos o tres veces por semana.
Desde entonces, los miércoles y los domingos, Efraín y Enrique hacían el trote hasta el muladar. Pronto formaron parte de la extraña fauna de esos lugares y los gallinazos, acostumbrados a su presencia, laboraban a su lado, graznando, aleteando, escarbando con sus picos amarillos, como ayudándoles a descubrir ]a pista de la preciosa suciedad.
Fue al regresar de una de esas excursiones que Efraín sintió un dolor en la planta del pie. Un vidrio e había causado una pequeña herida. Al día siguiente tenía el pie hinchado, no obstante lo cual prosiguió su trabajo. Cuando regresaron no podía casi caminar, pero Don Santos no se percató de ello, pues tenía visita. Acompañado de un hombre gordo que tenía las manos manchadas de sangre, observaba el chiquero.
–Dentro de veinte o treinta días vendré por acá –decía el hombre–. Para esa fecha creo que podrá estar a punto.
Cuando partió, don Santos echaba fuego por los ojos.
–¡A trabajar! ¡A trabajar! ¡De ahora en adelante habrá que aumentar la ración de Pascual! El negocio anda sobre rieles.
A la mañana siguiente, sin embargo, cuando don Santos despertó a sus nietos, Efraín no se pudo levantar.
–Tiene una herida en el pie –explicó Enrique–. Ayer se cortó con un vidrio.
Don Santos examinó el pie de su nieto. La infección había comenzado.
–¡Esas son patrañas! Que se lave el pie en la acequia y que se envuelva con un trapo.
–¡Pero si le duele! –intervino Enrique–. No puede caminar bien.
Don Santos meditó un momento. Desde el chiquero llegaban los gruñidos de Pascual.
–Y ¿a mí? –preguntó dándose un palmazo en la pierna de palo–. ¿Acaso no me duele la pierna? Y yo tengo setenta años y yo trabajo... ¡Hay que dejarse de mañas!
Efraín salió a la calle con su lata, apoyado en el hombro de su hermano. Media hora después regresaron con los cubos casi vacíos.
–¡No podía más! –dijo Enrique al abuelo–. Efraín está medio cojo.
Don Santos observó a sus dos nietos como si meditara una sentencia.
–Bien, bien –dijo, rascándose la barba rala, y cogiendo a Efraín del pescuezo lo arreó hacia el cuarto–. ¡Los enfermos a la cama! ¡A podrirse sobre el colchón! Y tú harás la tarea de tu hermano. ¡Vete ahora mismo al muladar!
Cerca del mediodía Enrique regresó con los cubos repletos. Lo seguía un extraño visitante: un perro escuálido y medio sarnoso.
–Lo encontré en el muladar –explicó Enrique– y me ha venido siguiendo.
Don Santos cogió la vara.
–¡Una boca más en el corralón!
Enrique levantó al perro contra su pecho y huyó hacia la puerta.
–¡No le hagas nada, abuelito! Le daré yo de mi comida.
Don Santos se acercó, hundiendo su pierna de palo en el lodo.
–¡Nada de perros aquí! ¡Ya tengo bastante con ustedes!
Enrique abrió la puerta de la calle.
–Si se va él, me voy yo también.
El abuelo se detuvo. Enrique aprovechó para insistir:
–No come casi nada..., mira lo flaco que está. Además, desde que Efraín está enfermo, me ayudará. Conoce bien el muladar y tiene buena nariz para la basura.
Don Santos reflexionó, mirando el cielo donde se condensaba la garúa. Sin decir nada, soltó la vara, cogió los cubos y se fue rengueando hasta el chiquero.
Enrique sonrió de alegría y con su amigo aferrado al corazón corrió donde su hermano.
–¡Pascual, Pascual... Pascualito! –cantaba el abuelo.
–Tú te llamarás Pedro –dijo Enrique acariciando la cabeza de su perro e ingresó donde Efraín.
Su alegría se esfumó: Efraín inundado de sudor se revolcaba de dolor sobre el colchón. Tenía el pie hinchado, como si fuera de jebe y estuviera lleno de aire. Los dedos habían perdido casi su forma.
–Te he traído este regalo, mira –dijo mostrando al perro–. Se llama Pedro, es para ti, para que te acompañe... Cuando yo me vaya al muladar te lo dejaré y los dos jugarán todo el día. Le enseñarás a que te traiga piedras en la boca.
–¿Y el abuelo? –preguntó Efraín extendiendo su mano hacia el animal.
–El abuelo no dice nada– suspiró Enrique.
Ambos miraron hacia la puerta. La garúa había empezado a caer. La voz del abuelo llegaba:
–¡Pascual, Pascual... Pascualito!
Esa misma noche salió luna llena. Ambos nietos se inquietaron, porque en esta época el abuelo se ponía intratable. Desde el atardecer lo vieron rondando por el corralón, hablando solo, dando de varillazos al emparrado. Por momentos se aproximaba al cuarto, echaba una mirada a su interior y al ver a sus nietos silenciosos, lanzaba un salivazo cargado de rencor. Pedro le tenía miedo y cada vez que lo veía se acurrucaba y quedaba inmóvil como una piedra.
–¡Mugre, nada más que mugre! –repitió toda la noche el abuelo, mirando la luna.
A la mañana siguiente Enrique amaneció resfriado. El viejo, que lo sintió estornudar en la madrugada, no dijo nada. En el fondo, sin embargo, presentía una catástrofe. Si Enrique enfermaba, ¿quién se ocuparía de Pascual? La voracidad del cerdo crecía con su gordura. Gruñía por las tardes con el hocico enterrado en el fango. Del corralón de Nemesio, que vivía a una cuadra, se habían venido a quejar.
Al segundo día sucedió lo inevitable: Enrique no se pudo levantar. Había tosido toda la noche y la mañana lo sorprendió temblando, quemado por la fiebre.
–¿Y tú también? –preguntó el abuelo.
Enrique señaló su pecho, que roncaba. El abuelo salió furioso del cuarto. Cinco minutos después regresó.
–¡Está muy mal engañarme de esta manera! –plañía–. Abusan de mí porque no puedo caminar. Saben bien que soy viejo, que soy cojo. ¡De otra manera los mandaría al diablo y me ocuparía yo solo de Pascual!
Efraín se despertó quejándose y Enrique comenzó a toser.
–¡Pero no importa! Yo me encargaré de él. ¡Ustedes son basura, nada más que basura! ¡Unos pobres gallinazos sin plumas! Ya verán cómo les saco ventaja. El abuelo está fuerte todavía. ¡Pero eso sí, hoy día no habrá comida para ustedes! ¡No habrá comida hasta que no puedan levantarse y trabajar!
A través del umbral lo vieron levantar las latas en vilo y volcarse en la calle. Media hora después regresó aplastado. Sin la ligereza de sus nietos el carro de la Baja Policía lo había ganado. Los perros, además, habían querido morderlo.
–¡Pedazos de mugre! ¡Ya saben, se quedarán sin comida hasta que no trabajen!
Al día siguiente trató de repetir la operación, pero tuvo que renunciar. Su pierna de palo había perdido la costumbre de las pistas de asfalto, de las duras aceras y cada paso que daba era como un lanzazo en la ingle. A la hora celeste del tercer día quedó desplomado en su colchón, sin otro ánimo que para el insulto.
–¿Si se muere de hambre –gritaba– será por culpa de ustedes!
Desde entonces empezaron unos días angustiosos, interminables. Los tres pasaban el día encerrados en el cuarto, sin hablar, sufriendo una especie de reclusión forzosa. Efraín se revolcaba sin tregua, Enrique tosía. Pedro se levantaba y después de hacer un recorrido por el corralón, regresaba con una piedra en la boca, que depositaba en las manos de sus amos. Don Santos, a medio acostar, jugaba con su pierna de palo y les lanzaba miradas feroces. A mediodía se arrastraba hasta la esquina del terreno donde crecían verduras y preparaba su almuerzo, que devoraba en secreto. A veces aventaba a la cama de sus nietos alguna lechuga o una zanahoria cruda, con el propósito de excitar su apetito creyendo así hacer más refinado su castigo.
Efraín ya no tenía fuerzas para quejarse. Solamente Enrique sentía crecer en su corazón un miedo extraño y al mirar a los ojos del abuelo creía desconocerlo, como si ellos hubieran perdido su expresión humana. Por las noches, cuando la luna se levantaba, cogía a Pedro entre sus brazos y lo aplastaba tiernamente hasta hacerlo gemir. A esa hora el cerdo comenzaba a gruñir y el abuelo se quejaba como si lo estuvieran ahorcando. A veces se ceñía la pierna de palo y salía al corralón. A la luz de la luna Enrique lo veía ir diez veces del chiquero a la huerta, levantando los puños, atropellando lo que encontraba en su camino. Por último reingresaba en su cuarto y quedaba mirándolos fijamente, como si quisiera hacerlos responsables del hambre de Pascual.
La última noche de luna llena nadie pudo dormir. Pascual lanzaba verdaderos rugidos. Enrique había oído decir que los cerdos, cuando tenían hambre, se volvían locos como los hombres. El abuelo permaneció en vela, sin apagar siquiera el farol. Esta vez no salió al corralón ni maldijo entre dientes. Hundido en su colchón miraba fijamente la puerta. Parecía amasar dentro de sí una cólera muy vieja, jugar con ella, aprestarse a dispararla. Cuando el cielo comenzó a desteñirse sobre las lomas, abrió la boca, mantuvo su oscura oquedad vuelta hacia sus nietos y lanzó un rugido:
–¡Arriba, arriba, arriba! –los golpes comenzaron a llover–. ¡A levantarse haraganes! ¿Hasta cuándo vamos a estar así? ¡Esto se acabó! ¡De pie!...
Efraín se echó a llorar, Enrique se levantó, aplastándose contra la pared. Los ojos del abuelo parecían fascinarlo hasta volverlo insensible a los golpes. Veía la vara alzarse y abatirse sobre su cabeza como si fuera una vara de cartón. Al fin pudo reaccionar.
–¡A Efraín no! ¡El no tiene la culpa! ¡Déjame a mí solo, yo saldré, yo iré al muladar!
El abuelo se contuvo jadeante. Tardó mucho en recuperar el aliento.
–Ahora mismo... al muladar... lleva los dos cubos, cuatro cubos...
Enrique se apartó, cogió los cubos y se alejó a la carrera. La fatiga del hambre y de la convalecencia lo hacían trastabillar. Cuando abrió la puerta del corralón, Pedro quiso seguirlo.
–Tú no. Quédate aquí cuidando a Efraín.
Y se lanzó a la calle respirando a pleno pulmón el aire de la mañana. En el camino comió yerbas, estuvo a punto de mascar la tierra. Todo lo veía a través de una niebla mágica. La debilidad lo hacía ligero, etéreo: volaba casi como un pájaro. En el muladar se sintió un gallinazo más entre los gallinazos. Cuando los cubos estuvieron rebosantes emprendió el regreso. Las beatas, los noctámbulos, los canillitas descalzos, todas las secreciones del alba comenzaban a dispersarse por la ciudad. Enrique, devuelto a su mundo, caminaba feliz entre ellos, en su mundo de perros y fantasmas, tocado por la hora celeste.
Al entrar al corralón sintió un aire opresor, resistente, que lo obligó a detenerse. Era como si allí, en el dintel, terminara un mundo y comenzara otro fabricado de barro, de rugidos, de absurdas penitencias. Lo sorprendente era, sin embargo, que esta vez reinaba en el corralón una calma cargada de malos presagios, como si toda la violencia estuviera en equilibrio, a punto de desplomarse. El abuelo, parado al borde del chiquero, miraba hacia el fondo. Parecía un árbol creciendo desde su pierna de palo. Enrique hizo ruido pero el abuelo no se movió.
–¡Aquí están los cubos!
Don Santos le volvió la espalda y quedó inmóvil. Enrique soltó los cubos y corrió intrigado hasta el cuarto. Efraín apenas lo vio, comenzó a gemir:
–Pedro... Pedro...
–¿Qué pasa?
–Pedro ha mordido al abuelo... el abuelo cogió la vara... después lo sentí aullar.
Enrique salió del cuarto.
–¡Pedro, ven aquí! ¿Dónde estás, Pedro?
Nadie le respondió. El abuelo seguía inmóvil, con la mirada en la pared. Enrique tuvo un mal presentimiento. De un salto se acercó al viejo.
–¿Dónde está Pedro?
Su mirada descendió al chiquero. Pascual devoraba algo en medio del lodo. Aún quedaban las piernas y el rabo del perro.
–¡No! –gritó Enrique tapándose los ojos–. ¡No, no! –y a través de las lágrimas buscó la mirada del abuelo. Este la rehuyó, girando torpemente sobre su pierna de palo. Enrique comenzó a danzar en torno suyo, prendiéndose de su camisa, gritando, pataleando, tratando de mirar sus ojos, de encontrar una respuesta.
–¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué?
El abuelo no respondía. Por último, impaciente, dio un manotón a su nieto que lo hizo rodar por tierra. Desde allí Enrique observó al viejo que, erguido como un gigante, miraba obstinadamente el festín de Pascual. Estirando la mano encontró la vara que tenía el extremo manchado de sangre. Con ella se levantó de puntillas y se acercó al viejo.
–¡Voltea! –gritó–. ¡Voltea!
Cuando don Santos se volvió, divisó la vara que cortaba el aire y se estrellaba contra su pómulo.
–¡Toma! –chilló Enrique, y levantó nuevamente la mano. Pero súbitamente se detuvo, temeroso de lo que estaba haciendo y, lanzando la vara a su alrededor, miró al abuelo casi arrepentido. El viejo, cogiéndose el rostro, retrocedió un paso, su pierna de palo tocó tierra húmeda, resbaló, y dando un alarido se precipitó de espaldas al chiquero.
Enrique retrocedió unos pasos. Primero aguzó el oído pero no se escuchaba ningún ruido. Poco a poco se fue aproximando. El abuelo, con la pata de palo quebrada, estaba de espaldas en el fango. Tenía la boca abierta y sus ojos buscaban a Pascual, que se había refugiado en un ángulo y husmeaba sospechosamente el lodo. Enrique se fue retirando, con el mismo sigilo con que se había aproximado. Probablemente el abuelo alcanzó a divisarlo pues mientras corría hacia el cuarto le pareció que lo llamaba por su nombre, con un tono de ternura que él nunca había escuchado.
–¡A mí, Enrique, a mí!...
–¡Pronto! –exclamó Enrique, precipitándose sobre su hermano–. ¡Pronto, Efraín! ¡El viejo se ha caído al chiquero! ¿Debemos irnos de acá!
–¿Adónde? –preguntó Efraín.
–¿Adonde sea, al muladar, donde podamos comer algo, donde los gallinazos!
–¡No me puedo parar!
Enrique cogió a su hermano con ambas manos y lo estrechó contra su pecho. Abrazados hasta formar una sola persona cruzaron lentamente el corralón. Cuando abrieron el portón de la calle se dieron cuenta que la hora celeste había terminado y que la ciudad, despierta y viva, abría ante ellos su gigantesca mandíbula.
Desde el chiquero llegaba el rumor de una batalla.
Tripas (Chuck Palahniuk)
Tomen aire.
Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.
Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.
Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.
Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.
En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.
Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.
El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.
Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.
Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.
Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.
El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.
Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.
Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.
Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.
Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.
Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.
También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.
Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.
Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.
La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.
Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.
Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.
El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.
Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.
El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.
Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.
A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.
Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.
Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.
Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.
Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.
La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.
Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.
En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.
Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.
Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.
Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.
Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.
Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.
Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.
Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.
Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.
Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.
No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.
Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.
Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.
Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.
Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.
Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.
Ven contra lo que estoy luchando.
Si me dejo ir por un segundo, me destripo.
Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.
Si no nado, me ahogo.
Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.
Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.
Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.
Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.
No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.
Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.
Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.
Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.
Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.
Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.
Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.
Esa es nuestra zanahoria invisible.
Ustedes, tomen aire ahora.
Yo todavía no lo hice.
Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.
Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.
Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.
Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.
En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.
Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.
El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.
Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.
Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.
Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.
El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.
Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.
Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera... mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.
Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.
Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.
Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.
También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.
Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.
Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.
La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.
Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.
Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.
El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.
Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.
El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.
Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.
A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.
Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.
Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.
Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.
Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.
La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.
Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.
En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.
Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.
Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.
Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.
Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.
Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.
Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar... pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.
Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.
Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.
Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.
No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.
Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.
Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.
Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.
Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.
Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.
Ven contra lo que estoy luchando.
Si me dejo ir por un segundo, me destripo.
Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.
Si no nado, me ahogo.
Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.
Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.
Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.
Mierda... aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.
No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.
Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.
Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima... la necesito como necesito dientes en el culo.
Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.
Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro...”.
Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.
Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.
Esa es nuestra zanahoria invisible.
Ustedes, tomen aire ahora.
Yo todavía no lo hice.
El hombre de la rosa (Manuel Rojas)
En el atardecer de un día de noviembre, hace ya
algunos años, llegó a Osorno, en misión catequista, una
partida de misioneros capuchinos.
Eran seis frailes barbudos, de complexión recia, rostros
enérgicos y ademanes desenvueltos.
La vida errante que llevaban les había diferenciado
profundamente de los individuos de las demás órdenes
religiosas. En contacto continuo con la naturaleza
bravía de las regiones australes, hechos sus cuerpos a
las largas marchas a través de las selvas, expuestos
siempre a los ramalazos del viento y de la lluvia, estos
seis frailes barbudos habían perdido ese aire de
religiosidad inmóvil que tienen aquellos que viven
confinados en el calorcillo de los patios del convento.
Reunidos casualmente en Valdivia, llegados unos de
las reducciones indígenas de Angol, otros de La
Imperial, otros de Temuco, hicieron juntos el viaje hasta
Osorno,, ciudad en que realizarían una semana
misionera y desde la cual se repartirían luego, por los
caminos de la selva, en cumplimiento de su misión
evangelizadora.
Eran seis frailes de una pieza y con toda la barba.
Se destacaba entre ellos el padre Espinoza, veterano
ya en las misiones del sur, hombre de unos cuarenta y
cinco años, alto de estatura, vigoroso, con empaque de
hombre de acción y aire de bondad y de finura.
Era uno de esos frailes que encantan a algunas
mujeres y que gustan a todos los hombres.
Tenía una sobria cabeza de renegrido cabello, que
de negro azuleaba a veces como el plumaje de los
tordos. La cara de tez morena pálida, cubierta
profusamente por la barba y el bigote capuchinos. La
nariz un poco ancha; la boca, fresca; los ojos, negros y
brillantes. A través del hábito se adivinaba el cuerpo ágil
y musculoso.
La vida del padre Espinoza era tan interesante como
la de cualquier hombre de acción, como la de un
conquistador, como la de un capitán de bandidos,
como la de un guerrillero. Y un poco de cada uno de
ellos parecía tener en su apostura, y no le hubiera
sentado mal la armadura del primero, la manta y el
caballo fino de boca del segundo y el traje liviano y las
armas rápidas del último. Pero, pareciendo y pudiendo
ser cada uno de aquellos hombres, era otro muy
distinto. Era un hombre sencillo, comprensivo,
penetrante, con una fe ardiente y dinámica y un espíritu
religioso, entusiasta y acogedor, despojado de toda
cosa frívola.
Quince años llevaba recorriendo la región araucana.
Los indios que habían sido catequizados por el padre
Espinoza adorábanlo. Sonreía al preguntar y al
responder. Parecía estar siempre hablando con almas
sencillas como la suya.
Tal era el padre Espinoza, fraile misionero, hombre de
una pieza y con toda la barba.
* * *
Al día siguiente, anunciada ya la semana misionera,
una heterogénea muchedumbre de catecúmenos llenó
el primer patio del convento en que ella se realizaría.
Chilotes, trabajadores del campo y de las industrias,
indios, vagabundos, madereros, se fueron
amontonando allí lentamente, en busca y espera de la
palabra evangelizadora de los misioneros. Pobremente
vestidos, la mayor parte descalzos o calzados con
groseras ojotas, algunos llevando nada más que
camiseta y pantalón, sucias y destrozadas ambas
prendas por el largo uso, rostros embrutecidos por el
alcohol y la ignorancia; toda una fauna informe, salida
de los bosques cercanos y de los tugurios de la ciudad.
Los misioneros estaban acostumbrados a ese auditorio
y no ignoraban que muchos de aquellos infelices
venían, más que en busca de una verdad, en demanda
de su generosidad, pues los religiosos, durante las
misiones, acostumbraban repartir comida y ropa a los
más hambrientos y desarrapados.
Todo el día trabajaron los capuchinos. Debajo de los
árboles o en los rincones del patio, se apilaban los
hombres, contestando como podían, o como se les
enseñaba, las preguntas inocentes del catecismo.
—¿Dónde está Dios?
—En el cielo, en la tierra y en todo lugar —respondían en
coro, con una monotonía desesperante.
El padre Espinoza, que era el que mejor dominaba la
lengua indígena, catequizaba a los indios, tarea terrible,
capaz de cansar a cualquier varón fuerte, pues el indio,
además de presentar grandes dificultades intelectuales,
tiene también dificultades en el lenguaje.
Pero todo fue marchando, y al cabo de tres días
terminado el aprendizaje de las nociones elementales
de la doctrina cristiana, empezaron las confesiones. Con
esto disminuyó considerablemente el grupo de
catecúmenos, especialmente el de aquellos que ya
habían conseguido ropas o alimentos; pero el número
siguió siendo crecido.
A las nueve de la mañana, día de sol fuerte y cielo
claro, empezó el desfile de los penitentes, desde el patio
a los confesonarios, en hilera .acompasada y silenciosa.
Despachada ya la mayor parte de los fieles, mediada
la tarde, el padre Espinoza, en un momento de
descanso, dio unas vueltas alrededor del patio. Y volvía
ya hacia su puesto, cuando un hombre lo detuvo,
diciéndole: •
—Padre, yo quisiera confesarme con usted.
—¿Conmigo, especialmente? —preguntó el religioso.
—Sí, con usted.
—¿Y por qué?
—No sé; tal vez porque usted es el de más edad entre
los misioneros, y quizás, por eso mismo, el más
bondadoso.
El padre Espinoza sonrió:
—Bueno, hijo; si así lo deseas y así lo crees, que así sea.
Vamos.
Hizo pasar adelante al hombre y el fue detrás
observándolo.
El padre Espinoza no se había fijado antes en él. Era
un hombre alto, esbelto, nervioso en sus movimientos,
moreno, de corta barba negra terminada en punta; los
ojos negros y ardientes, la nariz fina, los labios delgados.
Hablaba correctamente y sus ropas eran limpias.
Llevaba ojotas, como los demás, pero sus pies desnudos
aparecían cuidados.
Llegados al confesionario, el hombre se arrodilló ante
el padre Espinoza y le dijo:
—Le he pedido que me confíese, porque estoy seguro
de que usted es un hombre de mucha sabiduría y de
gran entendimiento. Yo no tengo grandes pecados;
relativamente, soy un hombre de conciencia limpia.
Pero tengo en mi corazón y en mi cabeza un secreto
terrible, un peso enorme. Necesito que me ayude a
deshacerme de éL Créame lo que voy a confiarle y, por
favor, se lo pido, no se ría de mí. Varias veces he querido
confesarme con otros misioneros, pero apenas han oído
mis primeras palabras, me han rechazado como a un
loco y se han reído de mí. He sufrido mucho a causa de
esto. Esta será la última tentativa que hago. Si me pasa
lo mismo ahora, me convenceré de que no tengo
salvación y me abandonaré a mi infierno.
El individuo aquel hablaba nerviosamente, pero con
seguridad. Pocas veces el padre Espinoza había oído
hablar así a un hombre. La mayoría de los que
confesaba en las misiones eran seres vulgares, groseros,
sin relieve alguno, que solamente le comunicaban
pecados generales, comunes, de grosería o de
liviandad, sin interés espiritual. Contestó, poniéndose en
el tono con que le hablaban.
—Dime lo que tengas necesidad de decir y yo haré
todo lo posible por ayudarte. Confía en mí como en un
hermano.
El hombre demoró algunos instantes en empezar su
confesión; parecía temer el confesar el gran secreto
que decía tener en su corazón.
—Habla.
El hombre palideció y miró fijamente al padre
Espinoza. En la oscuridad, sus ojos negros brillaban como
los de un preso o como los de un loco. Por fin, bajando
la cabeza, dijo, entre dientes:
Yo he practicado y conozco los secretos de la magia
negra.
Al oír estas extraordinarias palabras, el padre Espinoza
hizo un movimiento de sorpresa, mirando con curiosidad
y temor al hombre; pero el hombre había levantado la
cabeza y espiaba la cara del religioso, buscando en ella
la impresión que sus palabras producirían. La sorpresa
del misionero duró un brevísimo tiempo. Tranquilizóse en
seguida. No era la primera vez que escuchaba
palabras iguales o parecidas. En ese tiempo los llanos
de Osorno y las islas chilotas estaban plagados de
brujos, "machis" y hechiceros. Contestó;
—Hijo mío: no es raro que los sacerdotes que le han oído
a usted lo que acaba de decir, lo hayan tomado por
loco y rehusado oír más. Nuestra religión condena
terminantemente tales prácticas y tales creencias. Yo,
como sacerdote, debo decirle que eso es grave
pecado; pero, como hombre, le digo que eso es una
estupidez y una mentira. No existe tal magia negra, ni
hay hombre alguno que pueda hacer algo que esté
fuera de las leyes de la naturaleza y de la voluntad
divina. Muchos hombres me han confesado lo mismo,
pero, emplazados para que pusieran en evidencia su
ciencia oculta, resultaron impostores groseros e
ignorantes. Solamente un desequilibrado o un tonto
puede creer en semejante patraña.
El discurso era fuerte y hubiera bastado para que
cualquier hombre de buena fe desistiera de sus
propósitos; pero, con gran sorpresa del padre Espinoza,
su discurso animó al hombre, que se puso de pie y
exclamó con voz contenida:
—¡Yo sólo pido a usted me permita demostrarle lo que le
confieso! Demostrándoselo, usted se convencerá y yo
estaré salvado. Si yo le propusiera hacer una prueba,
¿aceptaría usted, padre? —preguntó el hombre.
—Sé que perdería mi tiempo lamentablemente; pero
aceptaría.
—Muy bien —dijo el hombre—. ¿Qué quiere usted
que haga?
—Hijo mío, yo ignoro tus habilidades mágicas. Propon tú.
El hombre guardó silencio un momento,
reflexionando. Luego dijo:
—Pídame usted que le traiga algo que esté lejos, tan
lejos que sea imposible ir allá y volver en el plazo de un
día o dos. Yo se lo traeré en una hora, sin moverme de
aquí.
Una gran sonrisa de incredulidad dilató la fresca boca
del fraile Espinoza. ,
—Déjame pensarlo —respondió —y Dios me perdone el
pecado y la tontería que cometo.
El religioso tardó mucho rato en encontrar lo que se le
proponía. No era tarea fácil hallarlo. Primeramente
ubicó en Santiago la residencia de lo que iba a pedir y
luego se dio a elegir. Muchas cosas acudieron a su
recuerdo y a su imaginación, pero ninguna le servía
para el caso. Unas eran demasiado comunes, y otras
pueriles y otras muy escondidas, y era necesario elegir
una que, siendo casi única, fuera asequible. Recordó y
recorrió su lejano convento; anduvo por sus patios, por
sus celdas, por sus corredores y por su jardín; pero no
encontró nada especial. Pasó después a recordar
lugares que conocía en Santiago. ¿Qué pediría? Y
cuando, ya cansado, iba a decidirse por cualquiera de
los objetos entrevistos por sus recuerdos, brotó en su
memoria, como una flor que era, fresca, pura, con un
hermoso color rojo, una rosa del jardín de las monjas
Claras.
Una vez hacía poco tiempo, en un rincón de ese
jardín vio un rosal que florecía en rosas de un color
único. En ninguna parte había vuelto a ver rosas iguales
o parecidas, y no era fácil que las hubiera en Osorno.
Además, el hombre aseguraba que traería lo que el
pidiera, sin moverse de allí. Tanto daba pedirle una cosa
como otra. De todos modos no traería nada.
—Mira —dijo al fin—, en el jardín del convento de las
monjas Claras de Santiago, plantado junto a la muralla
que da hacia la Alameda, hay un rosal que da rosas de
un color granate muy lindo. Es el único rosal de esa
especie que hay allí... Una de esas rosas es lo que quiero
que me traigas.
El supuesto hechicero no hizo objeción alguna, ni por
el sitio en que se hallaba la rosa ni por la distancia a que
se encontraba. Preguntó únicamente:
—Encaramándose por la muralla, ¿ es fácil tomarla ?
—Muy fácil. Estiras el brazo y ya la tienes.
——Muy bien. Ahora, dígame: ¿hay en este convento
una pieza que tenga una sola puerta?
—Hay muchas.
—Lléveme usted a alguna de ellas.
El padre Espinoza se levantó de su asiento. Sonreía. La
aventura era ahora un juego extraño y divertido y, en
cierto modo, le recordaba los de su infancia. Salió
acompañado del hombre y lo guió hacia el segundo
patio, en el cual estaban las celdas de los religiosos. Lo
llevó a la que é!, ocupaba. Era una habitación de
medianas proporciones, de sólidas paredes; tenía una
ventana y una puerta. La ventana estaba asegurada
con una gruesa reja de fierro forjado y la puerta tenía
una cerradura muy firme. Allí había un lecho, una mesa
grande, dos imágenes y un crucifijo, ropas y objetos.
—Entra.
Entró el, hombre. Se movía con confianza y
desenvoltura; parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Te sirve esta pieza?
—Me sirve.
—Tú dirás lo que hay que hacer.
—En primer lugar, ¿qué hora es?
—Las tres y media.
El hombre meditó un instante, y dijo luego:
—Me ha pedido usted que le traiga una rosa del jardín
de las monjas Claras de Santiago y yo se la voy a traer
en el plazo de una hora. Para ello es necesario que yo
me quede solo aquí y que usted se vaya, cerrando la
puerta con llave y llevándose la llave. No vuelva hasta
dentro de una hora justa. A las cuatro y media, cuando
usted abra la puerta, yo fe entregaré !o que me ha
pedido.
El fraile Espinoza asintió en silencio, moviendo la
cabeza. Empezaba a preocuparse. El juego iba
tornándose interesante y misterioso, y la seguridad con
que hablaba y obraba aquel hombre le comunicaba a
él cierta intimidación respetuosa.
Antes de salir, dio una mirada detenida por toda la
pieza. Cerrando con llave la puerta, era difícil salir de
allí. Y aunque aquel hombre lograra salir, ¿qué
conseguiría con ello? No se puede hacer,
artificialmente, una rosa cuyo color y forma no se han
visto nunca. Y por otra parte, él rondaría toda esa hora
por los alrededores de su celda. Cualquier superchería
era imposible.
El hombre, de pie ante la puerta, sonriendo, esperaba
que el religioso se retirara.
Salió el padre Espinoza, echó llave a la puerta, se
aseguró que quedaba bien cerrada y guardándose la
llave en sus bolsillos, echó a andar tranquilamente.
Dio una vuelta alrededor del patio, y otra, y otra.
Empezaron a transcurrir lentamente los minutos, muy
lentamente; nunca habían transcurrido tan lentos los
sesenta minutos de una hora. Al principio, el padre
Espinoza estaba tranquilo. No sucedería nada. Pasado
el Tiempo que el hombre fijara como plazo, él abriría la
puerta y lo encontraría tal como lo dejara. No tendría
en sus manos ni la rosa pedida ni nada que se le
pareciera. Pretendería disculparse con algún pretexto
fútil, y él, entonces, le largaría un breve discurso, y el
asunto terminaría ahí. Estaba seguro. Pero, mientras
paseaba, se le ocurrió preguntarse:
—¿Qué estaría haciendo?
La pregunta lo sobresaltó. Algo estaría haciendo el
hombre, algo intentaría. Pero, ¿qué? La inquietud
aumentó. ¿Y si el hombre lo hubiera engañado y fueran
otras sus intenciones ? Interrumpió su paseo y durante un
momento procuró sacar algo en limpio, recordando al
hombre y sus palabras. ¿Si se tratara de un loco? Los
ojos ardientes y brillantes de aquel hombre, su
desenfado un sí es no es inconsciente, sus propósitos ...
Atravesó lentamente el patio y paseó a lo largo del
corredor en que estaba su celda. Pasó varias veces
delante de aquella puerta cerrada. ¿Qué estaría
haciendo el hombre ? En una de sus pasadas se detuvo
ante la puerta. No se oía nada, ni voces, ni pasos,
ningún ruido., Se acercó a la puerta y pegó su oído a la
cerradura. El mismo silencio. Prosiguió sus paseos, pero a
poco su inquietud y su sobresalto aumentaban. Sus
pasos se fueron acortando y, al final, apenas llegaban a
cinco o seis pasos de distancia de la puerta. Por fin, se
inmovilizó ante ella. Se sentía incapaz de alejarse de allí.
Era necesario que esa tensión nerviosa terminara pronto.
Si el hombre no hablaba, ni se quejaba, ni andaba, era
señal de que no hacía nada y no haciendo nada, nada
conseguiría. Se decidió a abrir antes de la hora
estipulada. Sorprendería al hombre y su triunfo sería
completo. Miró su reloj: faltaban aún veinticinco minutos
para las cuatro y media. Antes de abrir pegó
nuevamente su oído a la cerradura: ni un rumor. Buscó
la llave en sus bolsillos y colocándola en la cerradura la
hizo girar sin ruido. La puerta se abrió silenciosamente. .
Miró el fraile Espinoza hacia adentro y vio que el
hombre no estaba sentado ni estaba de pie: estaba
extendido sobre la mesa, con los pies hacia la puerta,
inmóvil.
Esa actitud inesperada lo sorprendió. ¿Qué haría el
hombre en aquella posición? Avanzó un paso, mirando
con curiosidad y temor el cuerpo extendido sobre la
mesa. Ni un movimiento. Seguramente su presencia no
habría sido advertida; tal vez el hombre dormía;
quizá estaba muerto... Avanzó otro-paso y entonces vio
algo que lo dejó tan inmóvil como aquel cuerpo. El
hombre no tenía cabeza.
Pálido, sintiéndose invadido por la angustia, lleno de
un sudor helado todo el cuerpo, el padre Espinoza
miraba, miraba sin comprender. Hizo un esfuerzo y
avanzó hasta colocarse frente a la parte superior del
cuerpo del individuo. Miró hacia el suelo, buscando en
el la desaparecida cabeza, pero en el suelo no había
nada, ni siquiera una mancha de sangre. Se acercó al
cercenado cuello. Estaba cortado sin esfuerzo, sin
desgarraduras, finamente. Se veían las arterias y los
músculos, palpitantes, rojos; los huesos blancos, limpios;
la sangre bullía allí, caliente y roja, sin derramarse,
retenida por una fuerza desconocida.
El padre Espinoza se irguió. Dio una rápida ojeada a
su alrededor, buscando un rastro, un indicio, algo que le
dejara adivinar lo que había sucedido. Pero la ,
habitación estaba como él la había dejado al salir; todo
en el mismo orden, nada revuelto y nada manchado de
sangre.
Miró su reloj. Faltaban solamente diez minutos para las
cuatro y media. Era necesario salir. Pero, antes de
hacerlo, juzgó que era indispensable dejar allí un
testimonio de su estada. Pero, ¿qué? Tuvo una idea:
buscó entre sus ropas y sacó de entre ellas un alfiler
grande, de cabeza negra, y al pasar junto al cuerpo
para dirigirse hacia la puerta lo hundió íntegro en la
planta de uno de los pies del hombre.
Luego cerró la puerta con llave y se alejó.
Durante los diez minutos siguientes el religioso se paseó
nerviosamente a lo largo del corredor, intranquilo,
sobresaltado; no quería dar cuenta a nadie de lo
sucedido; esperaría los diez minutos y, transcurridos
éstos, entraría de nuevo a la celda y si el hombre
permanecía en el mismo estado comunicaría a los
demás religiosos lo sucedido.
¿Estaría él soñando o se encontraría bajo el influjo de
una alucinación o de una poderosa sugestión? No, no lo
estaba. Lo que había acontecido hasta ese momento
era sencillo: un hombre s.e había suicidado de *una
manera misteriosa... Sí, ¿ pero dónde estaba la cabeza
del individuo? Esta pregunta lo desconcertó.
¿ Y por qué no había manchas de sangre ? Prefirió no
pensar más en ello; después se aclararía todo.
Las cuatro y media. Esperó aún cinco minutos más.
Quería darle tiempo al hombre. ¿Pero tiempo para qué,
si estaba muerto ? No lo sabía bien, pero en esos
momentos casi deseaba que aquel hombre le
demostrara su poder mágico. De otra manera, sería tan
estúpido, tan triste todo lo que había pasado...
* * *
Cuando el fraile Espinoza abrió la puerta, el hombre
no estaba ya extendido sobre la mesa, decapitado,
como estaba quince minutos antes. Parado frente a él,
tranquilo, con una fina sonrisa en los labios, le tendía,
abierta, la morena mano derecha. En la palma de ella,
como una pequeña y suave llama» había una fresca
rosa: la rosa del jardín de las monjas Claras.
—¿ Es esta la rosa que usted me pidió ?
El padre Espinoza no contestó; miraba al hombre. Este
estaba un poco pálido y demacrado. Alrededor de su
cuello se veía una línea roja, como una cicatriz reciente.
—Sin duda el Señor quiere hoy jugar con su siervo —
pensó.
Estiró la mano y cogió la rosa. Era una de las mismas
que él viera florecer en el pequeño jardín del convento
santiaguino. El mismo color, la misma forma, el mismo
perfume. ,
Salieron de la celda, silenciosos, el hombre y el
religioso. Este llevaba la rosa apretada en su mano y
sentía en la piel la frescura de los pétalos rojos. Estaba
recién cortada. Para el fraile habían terminado los
pensamientos, las dudas y la angustia. Sólo una gran
impresión lo dominaba y un sentimiento de confusión y
de desaliento inundaba su corazón.
De pronto advirtió que el hombre cojeaba:
—¿Por qué cojeas? —le preguntó, .i
—La rosa estaba apartada de la muralla. Para tomarla,
tuve que afirmar un pie en el rosal y, al hacerlo, una
espina me hirió el talón.
El fraile Espinoza lanzó una exclamación de triunfo:
—¡Ah! ¡Todo es una ilusión! Tú no has ido al jardín de las
monjas Claras ni te has pinchado el pie con una espina.
Ese dolor que sientes es el producido por un alfiler que
yo te clavé en el pie. Levántalo.
El hombre levantó el pie y el sacerdote, tomando de
la cabeza el alfiler, se lo sacó.
--¿No ves? No hay ni espina ni rosal. ¡Todo ha sido una
ilusión!
Pero el hombre contestó:
—Y la rosa que lleva usted en la mano, ¿también es
ilusión?
***
Tres días después, terminada la semana misionera, los
frailes capuchinos abandonaron Osorno. Seguían su ruta
a través de las selvas. Se separaron, abrazándose y
besándose. Cada uno tomó por su camino. El padre
Espinoza volvería hacia Valdivia. Pero ya no iba solo. A
su lado, montado en un caballo oscuro silencioso y
pálido, iba un hombre alto, nervioso, de ojos negros y
brillantes. Era el hombre de la rosa.
algunos años, llegó a Osorno, en misión catequista, una
partida de misioneros capuchinos.
Eran seis frailes barbudos, de complexión recia, rostros
enérgicos y ademanes desenvueltos.
La vida errante que llevaban les había diferenciado
profundamente de los individuos de las demás órdenes
religiosas. En contacto continuo con la naturaleza
bravía de las regiones australes, hechos sus cuerpos a
las largas marchas a través de las selvas, expuestos
siempre a los ramalazos del viento y de la lluvia, estos
seis frailes barbudos habían perdido ese aire de
religiosidad inmóvil que tienen aquellos que viven
confinados en el calorcillo de los patios del convento.
Reunidos casualmente en Valdivia, llegados unos de
las reducciones indígenas de Angol, otros de La
Imperial, otros de Temuco, hicieron juntos el viaje hasta
Osorno,, ciudad en que realizarían una semana
misionera y desde la cual se repartirían luego, por los
caminos de la selva, en cumplimiento de su misión
evangelizadora.
Eran seis frailes de una pieza y con toda la barba.
Se destacaba entre ellos el padre Espinoza, veterano
ya en las misiones del sur, hombre de unos cuarenta y
cinco años, alto de estatura, vigoroso, con empaque de
hombre de acción y aire de bondad y de finura.
Era uno de esos frailes que encantan a algunas
mujeres y que gustan a todos los hombres.
Tenía una sobria cabeza de renegrido cabello, que
de negro azuleaba a veces como el plumaje de los
tordos. La cara de tez morena pálida, cubierta
profusamente por la barba y el bigote capuchinos. La
nariz un poco ancha; la boca, fresca; los ojos, negros y
brillantes. A través del hábito se adivinaba el cuerpo ágil
y musculoso.
La vida del padre Espinoza era tan interesante como
la de cualquier hombre de acción, como la de un
conquistador, como la de un capitán de bandidos,
como la de un guerrillero. Y un poco de cada uno de
ellos parecía tener en su apostura, y no le hubiera
sentado mal la armadura del primero, la manta y el
caballo fino de boca del segundo y el traje liviano y las
armas rápidas del último. Pero, pareciendo y pudiendo
ser cada uno de aquellos hombres, era otro muy
distinto. Era un hombre sencillo, comprensivo,
penetrante, con una fe ardiente y dinámica y un espíritu
religioso, entusiasta y acogedor, despojado de toda
cosa frívola.
Quince años llevaba recorriendo la región araucana.
Los indios que habían sido catequizados por el padre
Espinoza adorábanlo. Sonreía al preguntar y al
responder. Parecía estar siempre hablando con almas
sencillas como la suya.
Tal era el padre Espinoza, fraile misionero, hombre de
una pieza y con toda la barba.
* * *
Al día siguiente, anunciada ya la semana misionera,
una heterogénea muchedumbre de catecúmenos llenó
el primer patio del convento en que ella se realizaría.
Chilotes, trabajadores del campo y de las industrias,
indios, vagabundos, madereros, se fueron
amontonando allí lentamente, en busca y espera de la
palabra evangelizadora de los misioneros. Pobremente
vestidos, la mayor parte descalzos o calzados con
groseras ojotas, algunos llevando nada más que
camiseta y pantalón, sucias y destrozadas ambas
prendas por el largo uso, rostros embrutecidos por el
alcohol y la ignorancia; toda una fauna informe, salida
de los bosques cercanos y de los tugurios de la ciudad.
Los misioneros estaban acostumbrados a ese auditorio
y no ignoraban que muchos de aquellos infelices
venían, más que en busca de una verdad, en demanda
de su generosidad, pues los religiosos, durante las
misiones, acostumbraban repartir comida y ropa a los
más hambrientos y desarrapados.
Todo el día trabajaron los capuchinos. Debajo de los
árboles o en los rincones del patio, se apilaban los
hombres, contestando como podían, o como se les
enseñaba, las preguntas inocentes del catecismo.
—¿Dónde está Dios?
—En el cielo, en la tierra y en todo lugar —respondían en
coro, con una monotonía desesperante.
El padre Espinoza, que era el que mejor dominaba la
lengua indígena, catequizaba a los indios, tarea terrible,
capaz de cansar a cualquier varón fuerte, pues el indio,
además de presentar grandes dificultades intelectuales,
tiene también dificultades en el lenguaje.
Pero todo fue marchando, y al cabo de tres días
terminado el aprendizaje de las nociones elementales
de la doctrina cristiana, empezaron las confesiones. Con
esto disminuyó considerablemente el grupo de
catecúmenos, especialmente el de aquellos que ya
habían conseguido ropas o alimentos; pero el número
siguió siendo crecido.
A las nueve de la mañana, día de sol fuerte y cielo
claro, empezó el desfile de los penitentes, desde el patio
a los confesonarios, en hilera .acompasada y silenciosa.
Despachada ya la mayor parte de los fieles, mediada
la tarde, el padre Espinoza, en un momento de
descanso, dio unas vueltas alrededor del patio. Y volvía
ya hacia su puesto, cuando un hombre lo detuvo,
diciéndole: •
—Padre, yo quisiera confesarme con usted.
—¿Conmigo, especialmente? —preguntó el religioso.
—Sí, con usted.
—¿Y por qué?
—No sé; tal vez porque usted es el de más edad entre
los misioneros, y quizás, por eso mismo, el más
bondadoso.
El padre Espinoza sonrió:
—Bueno, hijo; si así lo deseas y así lo crees, que así sea.
Vamos.
Hizo pasar adelante al hombre y el fue detrás
observándolo.
El padre Espinoza no se había fijado antes en él. Era
un hombre alto, esbelto, nervioso en sus movimientos,
moreno, de corta barba negra terminada en punta; los
ojos negros y ardientes, la nariz fina, los labios delgados.
Hablaba correctamente y sus ropas eran limpias.
Llevaba ojotas, como los demás, pero sus pies desnudos
aparecían cuidados.
Llegados al confesionario, el hombre se arrodilló ante
el padre Espinoza y le dijo:
—Le he pedido que me confíese, porque estoy seguro
de que usted es un hombre de mucha sabiduría y de
gran entendimiento. Yo no tengo grandes pecados;
relativamente, soy un hombre de conciencia limpia.
Pero tengo en mi corazón y en mi cabeza un secreto
terrible, un peso enorme. Necesito que me ayude a
deshacerme de éL Créame lo que voy a confiarle y, por
favor, se lo pido, no se ría de mí. Varias veces he querido
confesarme con otros misioneros, pero apenas han oído
mis primeras palabras, me han rechazado como a un
loco y se han reído de mí. He sufrido mucho a causa de
esto. Esta será la última tentativa que hago. Si me pasa
lo mismo ahora, me convenceré de que no tengo
salvación y me abandonaré a mi infierno.
El individuo aquel hablaba nerviosamente, pero con
seguridad. Pocas veces el padre Espinoza había oído
hablar así a un hombre. La mayoría de los que
confesaba en las misiones eran seres vulgares, groseros,
sin relieve alguno, que solamente le comunicaban
pecados generales, comunes, de grosería o de
liviandad, sin interés espiritual. Contestó, poniéndose en
el tono con que le hablaban.
—Dime lo que tengas necesidad de decir y yo haré
todo lo posible por ayudarte. Confía en mí como en un
hermano.
El hombre demoró algunos instantes en empezar su
confesión; parecía temer el confesar el gran secreto
que decía tener en su corazón.
—Habla.
El hombre palideció y miró fijamente al padre
Espinoza. En la oscuridad, sus ojos negros brillaban como
los de un preso o como los de un loco. Por fin, bajando
la cabeza, dijo, entre dientes:
Yo he practicado y conozco los secretos de la magia
negra.
Al oír estas extraordinarias palabras, el padre Espinoza
hizo un movimiento de sorpresa, mirando con curiosidad
y temor al hombre; pero el hombre había levantado la
cabeza y espiaba la cara del religioso, buscando en ella
la impresión que sus palabras producirían. La sorpresa
del misionero duró un brevísimo tiempo. Tranquilizóse en
seguida. No era la primera vez que escuchaba
palabras iguales o parecidas. En ese tiempo los llanos
de Osorno y las islas chilotas estaban plagados de
brujos, "machis" y hechiceros. Contestó;
—Hijo mío: no es raro que los sacerdotes que le han oído
a usted lo que acaba de decir, lo hayan tomado por
loco y rehusado oír más. Nuestra religión condena
terminantemente tales prácticas y tales creencias. Yo,
como sacerdote, debo decirle que eso es grave
pecado; pero, como hombre, le digo que eso es una
estupidez y una mentira. No existe tal magia negra, ni
hay hombre alguno que pueda hacer algo que esté
fuera de las leyes de la naturaleza y de la voluntad
divina. Muchos hombres me han confesado lo mismo,
pero, emplazados para que pusieran en evidencia su
ciencia oculta, resultaron impostores groseros e
ignorantes. Solamente un desequilibrado o un tonto
puede creer en semejante patraña.
El discurso era fuerte y hubiera bastado para que
cualquier hombre de buena fe desistiera de sus
propósitos; pero, con gran sorpresa del padre Espinoza,
su discurso animó al hombre, que se puso de pie y
exclamó con voz contenida:
—¡Yo sólo pido a usted me permita demostrarle lo que le
confieso! Demostrándoselo, usted se convencerá y yo
estaré salvado. Si yo le propusiera hacer una prueba,
¿aceptaría usted, padre? —preguntó el hombre.
—Sé que perdería mi tiempo lamentablemente; pero
aceptaría.
—Muy bien —dijo el hombre—. ¿Qué quiere usted
que haga?
—Hijo mío, yo ignoro tus habilidades mágicas. Propon tú.
El hombre guardó silencio un momento,
reflexionando. Luego dijo:
—Pídame usted que le traiga algo que esté lejos, tan
lejos que sea imposible ir allá y volver en el plazo de un
día o dos. Yo se lo traeré en una hora, sin moverme de
aquí.
Una gran sonrisa de incredulidad dilató la fresca boca
del fraile Espinoza. ,
—Déjame pensarlo —respondió —y Dios me perdone el
pecado y la tontería que cometo.
El religioso tardó mucho rato en encontrar lo que se le
proponía. No era tarea fácil hallarlo. Primeramente
ubicó en Santiago la residencia de lo que iba a pedir y
luego se dio a elegir. Muchas cosas acudieron a su
recuerdo y a su imaginación, pero ninguna le servía
para el caso. Unas eran demasiado comunes, y otras
pueriles y otras muy escondidas, y era necesario elegir
una que, siendo casi única, fuera asequible. Recordó y
recorrió su lejano convento; anduvo por sus patios, por
sus celdas, por sus corredores y por su jardín; pero no
encontró nada especial. Pasó después a recordar
lugares que conocía en Santiago. ¿Qué pediría? Y
cuando, ya cansado, iba a decidirse por cualquiera de
los objetos entrevistos por sus recuerdos, brotó en su
memoria, como una flor que era, fresca, pura, con un
hermoso color rojo, una rosa del jardín de las monjas
Claras.
Una vez hacía poco tiempo, en un rincón de ese
jardín vio un rosal que florecía en rosas de un color
único. En ninguna parte había vuelto a ver rosas iguales
o parecidas, y no era fácil que las hubiera en Osorno.
Además, el hombre aseguraba que traería lo que el
pidiera, sin moverse de allí. Tanto daba pedirle una cosa
como otra. De todos modos no traería nada.
—Mira —dijo al fin—, en el jardín del convento de las
monjas Claras de Santiago, plantado junto a la muralla
que da hacia la Alameda, hay un rosal que da rosas de
un color granate muy lindo. Es el único rosal de esa
especie que hay allí... Una de esas rosas es lo que quiero
que me traigas.
El supuesto hechicero no hizo objeción alguna, ni por
el sitio en que se hallaba la rosa ni por la distancia a que
se encontraba. Preguntó únicamente:
—Encaramándose por la muralla, ¿ es fácil tomarla ?
—Muy fácil. Estiras el brazo y ya la tienes.
——Muy bien. Ahora, dígame: ¿hay en este convento
una pieza que tenga una sola puerta?
—Hay muchas.
—Lléveme usted a alguna de ellas.
El padre Espinoza se levantó de su asiento. Sonreía. La
aventura era ahora un juego extraño y divertido y, en
cierto modo, le recordaba los de su infancia. Salió
acompañado del hombre y lo guió hacia el segundo
patio, en el cual estaban las celdas de los religiosos. Lo
llevó a la que é!, ocupaba. Era una habitación de
medianas proporciones, de sólidas paredes; tenía una
ventana y una puerta. La ventana estaba asegurada
con una gruesa reja de fierro forjado y la puerta tenía
una cerradura muy firme. Allí había un lecho, una mesa
grande, dos imágenes y un crucifijo, ropas y objetos.
—Entra.
Entró el, hombre. Se movía con confianza y
desenvoltura; parecía muy seguro de sí mismo.
—¿Te sirve esta pieza?
—Me sirve.
—Tú dirás lo que hay que hacer.
—En primer lugar, ¿qué hora es?
—Las tres y media.
El hombre meditó un instante, y dijo luego:
—Me ha pedido usted que le traiga una rosa del jardín
de las monjas Claras de Santiago y yo se la voy a traer
en el plazo de una hora. Para ello es necesario que yo
me quede solo aquí y que usted se vaya, cerrando la
puerta con llave y llevándose la llave. No vuelva hasta
dentro de una hora justa. A las cuatro y media, cuando
usted abra la puerta, yo fe entregaré !o que me ha
pedido.
El fraile Espinoza asintió en silencio, moviendo la
cabeza. Empezaba a preocuparse. El juego iba
tornándose interesante y misterioso, y la seguridad con
que hablaba y obraba aquel hombre le comunicaba a
él cierta intimidación respetuosa.
Antes de salir, dio una mirada detenida por toda la
pieza. Cerrando con llave la puerta, era difícil salir de
allí. Y aunque aquel hombre lograra salir, ¿qué
conseguiría con ello? No se puede hacer,
artificialmente, una rosa cuyo color y forma no se han
visto nunca. Y por otra parte, él rondaría toda esa hora
por los alrededores de su celda. Cualquier superchería
era imposible.
El hombre, de pie ante la puerta, sonriendo, esperaba
que el religioso se retirara.
Salió el padre Espinoza, echó llave a la puerta, se
aseguró que quedaba bien cerrada y guardándose la
llave en sus bolsillos, echó a andar tranquilamente.
Dio una vuelta alrededor del patio, y otra, y otra.
Empezaron a transcurrir lentamente los minutos, muy
lentamente; nunca habían transcurrido tan lentos los
sesenta minutos de una hora. Al principio, el padre
Espinoza estaba tranquilo. No sucedería nada. Pasado
el Tiempo que el hombre fijara como plazo, él abriría la
puerta y lo encontraría tal como lo dejara. No tendría
en sus manos ni la rosa pedida ni nada que se le
pareciera. Pretendería disculparse con algún pretexto
fútil, y él, entonces, le largaría un breve discurso, y el
asunto terminaría ahí. Estaba seguro. Pero, mientras
paseaba, se le ocurrió preguntarse:
—¿Qué estaría haciendo?
La pregunta lo sobresaltó. Algo estaría haciendo el
hombre, algo intentaría. Pero, ¿qué? La inquietud
aumentó. ¿Y si el hombre lo hubiera engañado y fueran
otras sus intenciones ? Interrumpió su paseo y durante un
momento procuró sacar algo en limpio, recordando al
hombre y sus palabras. ¿Si se tratara de un loco? Los
ojos ardientes y brillantes de aquel hombre, su
desenfado un sí es no es inconsciente, sus propósitos ...
Atravesó lentamente el patio y paseó a lo largo del
corredor en que estaba su celda. Pasó varias veces
delante de aquella puerta cerrada. ¿Qué estaría
haciendo el hombre ? En una de sus pasadas se detuvo
ante la puerta. No se oía nada, ni voces, ni pasos,
ningún ruido., Se acercó a la puerta y pegó su oído a la
cerradura. El mismo silencio. Prosiguió sus paseos, pero a
poco su inquietud y su sobresalto aumentaban. Sus
pasos se fueron acortando y, al final, apenas llegaban a
cinco o seis pasos de distancia de la puerta. Por fin, se
inmovilizó ante ella. Se sentía incapaz de alejarse de allí.
Era necesario que esa tensión nerviosa terminara pronto.
Si el hombre no hablaba, ni se quejaba, ni andaba, era
señal de que no hacía nada y no haciendo nada, nada
conseguiría. Se decidió a abrir antes de la hora
estipulada. Sorprendería al hombre y su triunfo sería
completo. Miró su reloj: faltaban aún veinticinco minutos
para las cuatro y media. Antes de abrir pegó
nuevamente su oído a la cerradura: ni un rumor. Buscó
la llave en sus bolsillos y colocándola en la cerradura la
hizo girar sin ruido. La puerta se abrió silenciosamente. .
Miró el fraile Espinoza hacia adentro y vio que el
hombre no estaba sentado ni estaba de pie: estaba
extendido sobre la mesa, con los pies hacia la puerta,
inmóvil.
Esa actitud inesperada lo sorprendió. ¿Qué haría el
hombre en aquella posición? Avanzó un paso, mirando
con curiosidad y temor el cuerpo extendido sobre la
mesa. Ni un movimiento. Seguramente su presencia no
habría sido advertida; tal vez el hombre dormía;
quizá estaba muerto... Avanzó otro-paso y entonces vio
algo que lo dejó tan inmóvil como aquel cuerpo. El
hombre no tenía cabeza.
Pálido, sintiéndose invadido por la angustia, lleno de
un sudor helado todo el cuerpo, el padre Espinoza
miraba, miraba sin comprender. Hizo un esfuerzo y
avanzó hasta colocarse frente a la parte superior del
cuerpo del individuo. Miró hacia el suelo, buscando en
el la desaparecida cabeza, pero en el suelo no había
nada, ni siquiera una mancha de sangre. Se acercó al
cercenado cuello. Estaba cortado sin esfuerzo, sin
desgarraduras, finamente. Se veían las arterias y los
músculos, palpitantes, rojos; los huesos blancos, limpios;
la sangre bullía allí, caliente y roja, sin derramarse,
retenida por una fuerza desconocida.
El padre Espinoza se irguió. Dio una rápida ojeada a
su alrededor, buscando un rastro, un indicio, algo que le
dejara adivinar lo que había sucedido. Pero la ,
habitación estaba como él la había dejado al salir; todo
en el mismo orden, nada revuelto y nada manchado de
sangre.
Miró su reloj. Faltaban solamente diez minutos para las
cuatro y media. Era necesario salir. Pero, antes de
hacerlo, juzgó que era indispensable dejar allí un
testimonio de su estada. Pero, ¿qué? Tuvo una idea:
buscó entre sus ropas y sacó de entre ellas un alfiler
grande, de cabeza negra, y al pasar junto al cuerpo
para dirigirse hacia la puerta lo hundió íntegro en la
planta de uno de los pies del hombre.
Luego cerró la puerta con llave y se alejó.
Durante los diez minutos siguientes el religioso se paseó
nerviosamente a lo largo del corredor, intranquilo,
sobresaltado; no quería dar cuenta a nadie de lo
sucedido; esperaría los diez minutos y, transcurridos
éstos, entraría de nuevo a la celda y si el hombre
permanecía en el mismo estado comunicaría a los
demás religiosos lo sucedido.
¿Estaría él soñando o se encontraría bajo el influjo de
una alucinación o de una poderosa sugestión? No, no lo
estaba. Lo que había acontecido hasta ese momento
era sencillo: un hombre s.e había suicidado de *una
manera misteriosa... Sí, ¿ pero dónde estaba la cabeza
del individuo? Esta pregunta lo desconcertó.
¿ Y por qué no había manchas de sangre ? Prefirió no
pensar más en ello; después se aclararía todo.
Las cuatro y media. Esperó aún cinco minutos más.
Quería darle tiempo al hombre. ¿Pero tiempo para qué,
si estaba muerto ? No lo sabía bien, pero en esos
momentos casi deseaba que aquel hombre le
demostrara su poder mágico. De otra manera, sería tan
estúpido, tan triste todo lo que había pasado...
* * *
Cuando el fraile Espinoza abrió la puerta, el hombre
no estaba ya extendido sobre la mesa, decapitado,
como estaba quince minutos antes. Parado frente a él,
tranquilo, con una fina sonrisa en los labios, le tendía,
abierta, la morena mano derecha. En la palma de ella,
como una pequeña y suave llama» había una fresca
rosa: la rosa del jardín de las monjas Claras.
—¿ Es esta la rosa que usted me pidió ?
El padre Espinoza no contestó; miraba al hombre. Este
estaba un poco pálido y demacrado. Alrededor de su
cuello se veía una línea roja, como una cicatriz reciente.
—Sin duda el Señor quiere hoy jugar con su siervo —
pensó.
Estiró la mano y cogió la rosa. Era una de las mismas
que él viera florecer en el pequeño jardín del convento
santiaguino. El mismo color, la misma forma, el mismo
perfume. ,
Salieron de la celda, silenciosos, el hombre y el
religioso. Este llevaba la rosa apretada en su mano y
sentía en la piel la frescura de los pétalos rojos. Estaba
recién cortada. Para el fraile habían terminado los
pensamientos, las dudas y la angustia. Sólo una gran
impresión lo dominaba y un sentimiento de confusión y
de desaliento inundaba su corazón.
De pronto advirtió que el hombre cojeaba:
—¿Por qué cojeas? —le preguntó, .i
—La rosa estaba apartada de la muralla. Para tomarla,
tuve que afirmar un pie en el rosal y, al hacerlo, una
espina me hirió el talón.
El fraile Espinoza lanzó una exclamación de triunfo:
—¡Ah! ¡Todo es una ilusión! Tú no has ido al jardín de las
monjas Claras ni te has pinchado el pie con una espina.
Ese dolor que sientes es el producido por un alfiler que
yo te clavé en el pie. Levántalo.
El hombre levantó el pie y el sacerdote, tomando de
la cabeza el alfiler, se lo sacó.
--¿No ves? No hay ni espina ni rosal. ¡Todo ha sido una
ilusión!
Pero el hombre contestó:
—Y la rosa que lleva usted en la mano, ¿también es
ilusión?
***
Tres días después, terminada la semana misionera, los
frailes capuchinos abandonaron Osorno. Seguían su ruta
a través de las selvas. Se separaron, abrazándose y
besándose. Cada uno tomó por su camino. El padre
Espinoza volvería hacia Valdivia. Pero ya no iba solo. A
su lado, montado en un caballo oscuro silencioso y
pálido, iba un hombre alto, nervioso, de ojos negros y
brillantes. Era el hombre de la rosa.
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